Editorial del Argelaga nº 7



Las señales de alarma no han dejado de multiplicarse en los últimos tiempos: contaminación del aire, el agua y el suelo, radiactividad ambiental preocupante, aumento de tres grados de temperatura en los próximos quince años, catástrofes climáticas, destrucción de bosques y tierras de cultivo, acumulación de residuos, expansión de las enfermedades cardiovasculares, el cáncer, los síndromes de nuevo cuño y las epidemias, crisis financiera y crac inmobiliario, endeudamiento, paro y precariedad, crisis energética y guerras del petróleo, etc., son indicadores seguros del curso enloquecido que ha tomado ese particular matrimonio de la economía autónoma y la tecnología que llamamos industrialismo o simplemente desarrollismo. La dictadura del dinero, los macroproyectos inútiles, los empleos de mierda y el consumismo motorizado definen un modo de vida mortal para el planeta y la especie humana, pero muy pocos son quienes parecen preocuparse por ello. El desarrollo a cualquier precio se ha vuelto fe y destino. Los consumidores son creyentes fanáticos de una religión cuyas iglesias son centros comerciales y las sedes episcopales los bancos y los parlamentos, lugares donde sus sacerdotes, la elite político-emprendedora, escenifican los ritos de la “fe” en el mercado. Fe es un vocablo que en su acepción original significa confianza, crédito (creditum). Pues bien, la casta sacerdotal está en guerra. La libre circulación de capitales y el abastecimiento de energía dependen de una guerra librada principalmente en Oriente Próximo, que una horda de esforzados creyentes de una religión rival (yihad significa esfuerzo y superación además de guerra santa, como bien nos indica nuestro colega Antonio Pérez) intenta desplazar hacia las capitales europeas. Los atentados yihadistas anuncian que ha llegado la hora del sufrimiento para la población occidental, víctima de una guerra declarada unilateralmente por sus dirigentes. La voluntad asesina de un puñado de alucinados novios de la muerte, inmola al azar a los habitantes o visitantes anónimos de las metrópolis, que pagan con su vida por la irresponsabilidad de sus capitostes y la infame dinámica del crecimiento. Son los daños colaterales indirectos de una guerra considerada laica en nuestros predios a la que un fundamentalismo mortífero ha santificado.
En verdad decía Saint-Just que el gobierno no era más que “una jerarquía de errores y atentados.” Pues bien, los atentados no dan opciones. Frente al “terrorismo” no cabe más que la adhesión incondicional y la resignación; según nos dicen los más altos jerarcas estatales, “nuestro modo de vida”, “la democracia” y “la libertad”, están en juego. ¿Qué modo de vida, qué democracia y qué libertad? Esas expresiones apenas disimulan la vida bajo la violencia económica, la sumisión ciudadana a la demagogia política, el control social y la exclusión. Son conceptos que no representan más que la permanencia del statu quo jurídico-parlamentario, aquél que solamente interesa al sector dominante que saca provecho de él. ¿Para tocar la felicidad con la punta de los dedos basta con vivir al día, adaptarse a lo que hay, votar, seguir todas las modas y comprar todos los artefactos que la publicidad considera imprescindibles? ¿Vale la pena dejarse masacrar por eso? Ese es el quid que los holdings de la comunicación se “esfuerzan” en ocultar, ayudados por el fatídico hecho de que ya nadie está a salvo de la masacre. La guerra transcurre entre bárbaros (en el sentido, típico de nuestro tiempo, de andar alejados tanto de la razón como del instinto, seres híbridos de humano y animal para los cuales los fines justifican cualquier clase de medios); entre los que imponen “nuestro modo de vida” mediante bombardeos en otra parte, y los que disparan indiscriminadamente o se hacen explotar entre inocentes. La religión —la del mercado, la de la guerra, la del paraíso en el cielo— es prueba de barbarie. Poco importa que el paraíso prometido esté “en la sombra de los sables” como refiere el hadith del Profeta, o en la banda magnética de una tarjeta de crédito. Define una comunidad de fieles, abstracta e ilusoria, en función de un enemigo, el “pecador infiel”; en eso no se diferencia de la política. También la figura del “enemigo” desempeña un importante papel en el arte de gobernar puesto que justifica por sí mismo la acentuación permanente de la función policial del Estado. No obstante precisemos que tal como ocurrió en la guerra sucia argelina la identidad de quienes impartieron órdenes asesinas importa menos que la que proporciona una identidad a contrario: el enemigo es la diabólica amenaza que pende sobre “la civilización” y las instituciones “que democráticamente todos nos hemos dado”, contra la cual “la ciudadanía” —la versión moderna de la antigua “cristiandad”— ha de pronunciarse obligatoriamente. Las contradicciones y los antagonismos sociales son sublimados y desplazados al exterior, operación ideológica que convierte a las arbitrarias guerras ofensivas en guerras de defensa legítimas, y a los pacíficos y asustados consumidores en nacionalistas racistas y xenófobos. El enemigo que viene de fuera se ha revelado como una coartada mucho más eficaz de la deriva autoritaria y fascista de los Estados verdugos que el enemigo interior, antaño encarnado en el anarquista, el pandillero suburbial, el okupa de las Zonas A Defender o el simple abstencionista. La administración de la ansiedad, la inseguridad y el miedo de las masas, autorizan políticas de control, medidas de excepción y suspensión de derechos con mucha más facilidad si van ilustradas con imágenes de terroristas suicidas, que bien pueden emplearse contra todo tipo de contestatarios, tal como pasó en las protestas contra la cumbre del clima en París, COP21.
Lo más sorprendente del caso es que el integrismo islamista representado por Al Qaeda fue hasta los noventa un aliado de Occidente, que es como decir de las multinacionales, de los ejércitos del industrialismo concentrado y de las finanzas mundiales. Lo fue durante la guerra de Afganistán contra el ejército soviético y con reparos continuó siéndolo en las guerras de Irak, Libia, Siria y Yemen. Occidente entrenó, armó y financió directa o indirectamente a los muyaidin de la yihad a través de países amigos como Arabia Saudí, Qatar, los Emiratos o Turquía, de apariencia islámica “moderada”. La ruptura sobrevino más por el apoyo a Israel que por el modo de vida “pecaminoso” de los norteamericanos, tal y como predicaban los imanes rigoristas. La rama iraquí de Al Qaeda dio un salto cualitativo en la guerra santa al constituirse en Estado Islámico. En poco tiempo alcanzó una notoria influencia en el mundo jamás obtenida en la historia por ningún movimiento revolucionario. Lo asombroso e inquietante para un libertario es que algo tan brutal y fanatizado atraiga con fuerza irresistible a sectores de población joven empobrecida y marginada, escasamente religiosa y con estudios, habitando en conurbaciones anodinas, en fin, un sector otrora deseoso de libertad real y proclive a las aventuras revolucionarias. Los jóvenes desarraigados que ingresan en las filas del E. I., caminan hacia la muerte y cometen atrocidades con un macabro entusiasmo. No se trata de simples nihilistas, ignorantes y resentidos. Son devotos conversos a los que el Islam wahabita ha dotado de identidad, por sangrienta que ésta sea, llenado su vacío moral y otorgado un sentido redentor a su sacrificio por el que serán recompensados en la otra vida. Son protagonistas de un drama escatológico cuyos autores van al paraíso con las manos manchadas de sangre. Dicho esto viene al caso señalar que el desprecio de la vida no tiene el mismo sentido para el mártir de la causa, para el jefecillo de la burocracia estatistas en formación acelerada y para el pretendido guía espiritual. Como para cualquier secta apocalíptica —por ejemplo, los seguidores de Thomas Münzer o Los Ranters de la Revolución Inglesa— nada de lo que se haga en esta vida tiene sentido. Ni su vida ni con mayor razón la de los otros tiene el menor valor. Los yihadistas son antinomistas (ignoran la observancia de las leyes morales porque se creen en estado de gracia) y repudian las convenciones morales universales puesto que de entrada desprecian la vida. Para un guerrero “santo” todos sus actos poseen una santidad intrínseca. Sin embargo, aquí acaba el parecido con los milenaristas, más inclinados a vivir sin trabas que a morir por un dios cualquiera. Fueron víctimas de los poderes de su tiempo, que temían sus ideas, no los verdugos insensibles del pueblo inocente. Una indiferencia amoral semejante se ha podido ver también entre los asesinos de Srebrenica y Ruanda, no precisamente motivados por la religión. Con toda probabilidad, y eso es la primera vez que sucede, la abstracción y la virtualidad han hecho tantos progresos que ahora mismo todas las separaciones entre cuerpo, espíritu y alma son posibles. Con todo, nos resulta sobrecogedor que la muerte provoque una descarga emocional más satisfactoria que la vida, y que la lucha por la igualdad, la libertad y la justicia tenga en las actuales condiciones capitalistas tengan mucho menos atractivo que las religiones y los nacionalismos necrófagos.
Por más que los medios digan lo contrario, el yihadismo no ha perdido la guerra, y en cambio, ha ganado batallas. El problema no se resolverá en el plano militar sino en el plano moral, es decir, que no se resolverá. La sociedad de masas alberga las mejores condiciones para que el culto a la muerte perdure. La crisis no hace más que alumbrar respuestas occidentales del mismo estilo: repliegues nacionalistas, partidos identitarios, odio sicótico al “otro” —el extraño, diferente, extranjero, mujer, no blanco, inmigrante, refugiado—, autoritarismo, etc. Europa no ha sido nunca tierra de asilo ni de acogida, y la baja natalidad de su población asalariada se lleva mal con la fuerza de trabajo venida para compensarla. Para una sociedad de consumidores atemorizados los trabajadores que vienen de otros continentes no dejan de ser cuerpos extraños, de difícil encaje. La sociedad camina a marchas forzadas hacia el fascismo (un fascismo sin führer, anónimo, gestionado, propio de la época) y eso es algo con lo que tendremos que bregar.
El 27 de septiembre de 1938 el Grupo Surrealista hacía público un audaz manifiesto que debutaba así:
La guerra anunciada en forma de hipócritas medidas de seguridad repetidas y multiplicadas, la guerra que amenaza con surgir del inextricable conflicto de intereses imperialistas que afligen a Europa, no será la guerra de la democracia, ni la de la justicia, ni la de la libertad. Aquellos Estados que por necesidad del momento y de la historia tratan de servirse de estas ideas como rasgos identitarios no adquirieron su bienestar ni consolidaron su poder más que empleando métodos tiránicos, arbitrarios y sangrientos.
Aunque estas líneas se referían a las potencias seudodemocráticas que habían permitido la invasión de Etiopía por el fascismo italiano, la entrega de China al imperialismo japonés, y estaban favoreciendo la derrota de la República española, son perfectamente aplicables a la situación actual. Nosotros, aunque nos horrorice un régimen como el del Califato, no por ello estaríamos a favor de los Estados capitalistas. Habremos de combatir a ambos, pero no podremos hacerlo si no somos capaces de movilizar fuerzas suficientes con una auténtica voluntad de pelea y un ánimo realmente fuerte. Cuán familiar se nos hace aquella vieja consigna anarquista: ¡Ni Dios, ni Amo! Repensemos su contenido para combatir al mismo tiempo la egolatría consumista y el servilismo de las identidades fabricadas en masa y alistadas en rebaños ciegos a sí mismos y a los demás.
¡NI DIOS, NI AMO!

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