La catástrofe capitalista sigue agudizándose en todas partes, alcanzando cotas cada vez más incompatibles con la vida en el planeta. Guerra generalizada a lo largo del mundo, hambruna masiva, intensificación de la explotación, cascada ininterrumpida de suicidios, cosificación de toda relación social, violencia entre y contra proletarios (violencia sexista, violencia racista, violencia contra niños y viejos...), cárceles atiborradas, destrucción de la Tierra, alimentación cada vez más tóxica, destrucción de la salud, etc. El antagonismo entre el capitalismo y la vida nunca fue tan devastador. Tampoco hubo nunca una desproporción tan grande entre la imperiosa necesidad de una revolución social y la poca tentativa de asumirla.
 

El único sujeto capaz de dar solución a los problemas de hoy mediante una transformación radical de la sociedad, el proletariado, se muestra incapaz de acabar con toda esa catástrofe. Pese a lo que padece y vive en sus carnes, pese a que una y otra vez se rebela contra las condiciones de vida que sufre, provocando estallidos sociales que hacen tambalear la paz social en tal o cual lugar, como los que recientemente vivimos en Irán o Nicaragua, existen toda una serie de factores que impiden a ese sujeto afirmarse como fuerza internacional para imponer su solución revolucionaria ante los grandes problemas que hoy padecemos.
 

Décadas de contrarrevolución y paz social han descuartizado al proletariado, potenciando los procesos y mecanismos de reproducción capitalista que velan la existencia misma de las clases sociales (sobre todo la del proletariado), desmembrando así la crítica unitaria desarrollada históricamente por esta clase social. La misma totalidad capitalista sobre la que se despliega la realidad que vivimos aparece fragmentada por una serie de ideologías que parcializan cada problema que este sistema genera, buscando una solución particular a cada uno de ellos. Como consecuencia, se alzan movimientos específicos que abordan esos problemas parciales y tratan de resolverlos. Pero no sólo no hay ninguna solución posible a cada problema tomado por separado, sino que además esa fragmentación altera al mismo tiempo el contenido real de esos problemas. Se constituye así la ideología de la opresión del hombre sobre la mujer, la opresión de la raza blanca sobre las demás razas, la destrucción de la naturaleza por el ser humano..., codificando la realidad bajo esos parámetros ideológicos. Al luchar a través de una categoría parcial, los distintos movimientos se sitúan en el plano de grupos específicos que compiten entre sí por un mayor reconocimiento de derechos por parte del Estado. La competencia entre mercancías se expresa políticamente como la competencia entre identidades separadas, todo en beneficio de las políticas “transversales” del valor y su gestión estatal. Se desplaza así la crítica unitaria del capitalismo, crítica que contiene en su seno la denuncia de cada aspecto, no como parcialidad, sino como expresión de una totalidad que determina cada parte y cuestiona el orden social que reproduce todos esos problemas.
 

El desarrollo de esta sociedad va íntimamente ligado al desarrollo del individuo aislado. La sociedad mercantil generalizada excluye y disuelve toda comunidad que no sea la comunidad del dinero y desarrolla todo lo que potencia el aislamiento social. Todo lo que une lo une en tanto que separado, esa es la esencia de este mundo, y su modo de vida, la democracia. El efecto que esta realidad provoca en la comunidad humana, destruyendo su ser social, atomizándola en individuos aislados con intereses contrapuestos, es cada vez más terrible. El ciudadano es hoy el ejemplo luminoso de cómo el desarrollo mercantil y el individuo aislado se desarrollan de forma paralela. Este desarrollo no sólo niega brutalmente la comunidad humana, sino que plantea grandes obstáculos a la lucha contra el capitalismo, pues la afirmación de ese individuo va en dirección opuesta al desarrollo y la organización de la única comunidad que se contrapone al capital, la comunidad de lucha, que parte de un ser colectivo, de una clase social revolucionaria, el proletariado.
 

En este contexto el proletariado tiene enormes dificultades para actuar y reconocerse como clase. Su mismo ser, así como su rico proceso histórico de lucha y su programa, aparece totalmente negado en la historia, ya sea por deformación u ocultación de esa realidad histórica. La misma dinámica del capital y sus fuerzas ideológicas proyectan una actividad social en la que nuestra clase es negada como sujeto, reducido a lo que es en el proceso de  producción y reproducción del capital, y a lo que se pretende que sea eternamente: simple objeto del capital; simple mercancía fuerza de trabajo, que puede usarse o desecharse según las necesidades de la producción; simple espectador del acaecer social.
 

Precisamente esta realidad conlleva que los mismos proletarios se crean cualquier cosa menos proletarios. A alguno le hacen creer que no es proletario porque es empleado, el otro cree que no lo es porque está desocupado, el de más allá se siente campesino en oposición al obrero, otro se cree comerciante porque es vendedor ambulante, muchos otros se sienten demasiado niños o demasiado viejos para ser proletarios, habrá también quien por ser mujer se sienta menos concernida por la cuestión de su clase o quien sienta la opresión racial como más determinante que la de clase, y en vez de sentirse proletario negro, proletario latino o proletario amarillo, se siente negro, latino o amarillo... y para quienes superen estas formas más elementales de negación inmediata de la realidad de proletario, habrá otras formas más político-ideológicas de esa misma negación como el sentirse “antiimperialista”, “antineoliberal”, “palestino”, “judío”, “cubano”, “latino”, “de izquierdas”, “francés”, “yanqui”, “aymara”, “kurdo”, “croata”, “zapatista”, “obrero de un país rico”, “feminista”, “antirracista”, etc.
 

Estas concepciones identitarias se presentan como fuerzas socialdemócratas que se contraponen al proceso de constitución del proletariado en clase para negar la catástrofe de este mundo. La perspectiva de clase se diluye así en una maraña de identidades y comunidades ficticias que viven subsumidas en la comunidad del dinero.
 

Al mismo tiempo, el politicismo sigue siendo una de las ideologías esenciales contra nuestra clase. Reduce la cuestión de la transformación social a ocupar el Estado, sea por vía electoral, sea por la violencia, para implantar una serie de medidas que “cuestionarían la sociedad capitalista” y plantearían una “alternativa real e inmediata”. Pero el Estado no es un órgano neutro que puede ser usado según la voluntad de tal o cual dirigente o partido, es la organización en fuerza de la sociedad actual, la del capital, y sea quien sea el que tome posesión de ese Estado está determinado a actuar en el marco capitalista. Lejos de dirigir el Estado, son dirigidos por él. De ahí que todas las medidas politicistas no sean más que formas diferentes de desarrollo del capital que no cuestionan ninguna de las bases de esta sociedad ni plantean ningún tipo de alternativa real. Véase Cuba, Venezuela o el actual proceso independentista en Cataluña.
 

El gestionismo se postula como alternativa al politicismo; sin embargo, no es más que su réplica en el terreno productivo. Si el politicismo reduce todo a la esfera política, el gestionismo hace lo mismo en la esfera productiva, tratando de cambiar el mundo sin destruir el poder, defendiendo que los productores tomen los medios de producción, tal como existen, para hacerlos funcionar sin patronos, sin burgueses. Pero esta “alternativa” mantiene intacta la base social del capitalismo, pues bajo ella se siguen desarrollando las unidades autónomas de producción mercantil, el intercambio, el dinero (o «bonos de tiempo», «bonos de trabajo»), es decir, el capital, la explotación y todas las categorías fundamentales de esta sociedad. Considerar que la explotación y la opresión capitalistas emanan del burgués individual es no comprender que el burgués es un funcionario del capital, que el capital, en cuanto «sujeto automático», es el que dirige la producción. Las experiencias de Argentina a principios del siglo XXI con las fábricas «recuperadas», u otras más actuales como Rojava y sus cooperativas, nos enseñan cómo el gestionismo es capaz de liquidar nuestras luchas y dar nuevos bríos a la economía capitalista. Tanto el gestionismo como el politicismo dejan intacta la relación social capitalista que hay que destruir.
 

Por supuesto, para el mantenimiento de esta sociedad es también esencial hacer creer que todos los que sufrimos las terribles condiciones de vida actuales tenemos un mal menor que defender. Siempre hay algo peor a lo que mirar y que justifique la sumisión a la sociedad actual, el apoyo más o menos crítico a representantes del capital, o la renuncia a la lucha por cualquier migaja. Al que vive en la asfixiante paz social capitalista se le enseña el terror de la guerra; al que se deja la vida en el trabajo para echarse algo a la boca se le muestra al desocupado sin recursos presto a reventar de hambre; al que quiere actuar fuera y en contra del juego político sindical se le exaltan “otras formas de hacer política”, la “infalibilidad” de la “democracia directa”; al que cuestiona a la izquierda le muestran lo mala que es la derecha; a otro le dicen que la democracia es mejor que la dictadura; al que lucha se le incita a abandonar la lucha tras recibir cualquier migaja... Se oculta así que todo forma parte de lo mismo, que son momentos de una misma existencia subsumida al trabajo asalariado, al dinero, al valor.
 

Allí donde los proletarios se rebelan, se alzan contra el infierno en el que viven, como las luchas desarrolladas recientemente en Nicaragua o en Irán, el capital mundial busca negar la perspectiva revolucionaria e imponer el horizonte capitalista en sus múltiples variantes. Tratan de encuadrar las luchas y transformarlas en luchas contra tal o cual gobierno, contra tal o cual dictador, contra tal o cual medida o gestión, tratan de transformar las revueltas de nuestra clase en guerra entre proyectos burgueses, de negar todo cuestionamiento a este sistema y fagocitar así todo lo que se le contrapone. El súmmum de esta repolarización es la guerra imperialista donde la lucha del proletariado es conducida a una lucha entre fracciones burguesas, tal y como lo sufrimos actualmente en Siria, así como en otros países en las últimas décadas.
 

Estos factores y límites de las luchas actuales, que implican que todas las luchas acaben canalizadas, liquidadas o revitalizando al capital, extienden la creencia de la imposibilidad de una revolución social. Esta creencia se convierte en una fuerza material para la conservación de este mundo, conduciendo a muchos de los que luchan a desentenderse de lo que exige un proceso revolucionario internacional para sumergirse en una dinámica posibilista y localista sin ninguna perspectiva, lo que quiebra la unidad de las luchas inmediatas de nuestra clase (lucha contra las medidas de austeridad, contra los desahucios, contra la represión, expropiaciones...) de la lucha histórica por la revolución.
Es cierto que las condiciones de vida del proletariado le llevan una y otra vez a superar estos obstáculos y a afirmarse como clase, contraponiéndose violentamente a la sociedad actual, pese a todas las debilidades que lastramos. Sin embargo, apenas se supera el marco local, sólo excepcionalmente se asume uno regional. El resto del proletariado mundial no se siente concernido por esas luchas, no asume la pelea que en tal o cual lugar desarrolla su clase como su propia pelea. Así se desarrollan infinidad de luchas en un completo aislamiento que finalmente son repolarizadas y/o aplastadas por el capital mundial (Siria, Brasil, Mapuches...). Esta cuestión nos recuerda constantemente que nuestra clase no puede generar una perspectiva revolucionaria más que asumiendo su lucha en un plano histórico-universal. El internacionalismo proletario no es una bonita consigna del pasado, sino el terreno mismo sobre el que se despliega la lucha revolucionaria.
Pese a todas estas dificultades, pese a todas estas fuerzas y elementos que actúan contra la constitución del proletariado en fuerza revolucionaria, no hay ninguna otra perspectiva, no hay otra salida a la catástrofe capitalista que no sea la revolución social. No tenemos dudas de que la catástrofe capitalista seguirá avanzando y haciendo cada vez más imposible la vida en el planeta. Tampoco tenemos dudas de que las luchas de nuestra clase seguirán reproduciéndose aquí y allá. Sin embargo, lo fundamental no es percibir esta evidencia, sino asumir y estructurar esas luchas como una misma lucha internacional por abatir el capitalismo, utilizar la experiencia histórica acumulada para superar nuestros propios límites y debilidades, así como denunciar todo lo que impide la acción internacional e internacionalista contra el capital y el Estado. Esa es la única vía real para defender las necesidades humanas frente a las del capital. Las reformas, las ilusiones y esperanzas que justifican el rechazo a la revolución, no son más que fuerzas de conservación del mundo actual. No tenemos otro camino para salir de esta fosa que romper y denunciar esos mecanismos de defensa del capitalismo que obstaculizan la organización de nuestra comunidad de lucha. Organizarnos juntos --fuera y contra de todas las estructuras del Estado-- en la lucha contra este sistema de muerte, en la defensa de las necesidades humanas frente a las del capital, en la afirmación de la humanidad frente a la cosificación capitalista. Todo lo demás es caminar hacia el abismo al que nos conduce esta sociedad.
 

La afirmación del ser humano frente a la deshumanización absoluta que contiene la condición proletaria, esa es la esencia de la constitución del proletariado en clase para negar las clases sociales, el Estado y el capital.
 

¡Organicemos internacionalmente la lucha de nuestra clase, contra la catástrofe mundial del capitalismo, contra toda la sociedad de clases! 

Proletarios Internacionalistas
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