2 de agosto de 1980: el terrorismo de la contrarrevolución seguía golpeando.
La época de los atentados fascistas, iniciada el 12 de diciembre de 1969 en la Banca Nazionale dell'Agricoltura de la Piazza Fontana de Milán, alcanza su horrible punto álgido en la estación de tren de Bolonia: ¡85 muertos y 200 heridos!
A 45 años de la masacre de Bolonia, según la fiscalía de Bolonia, se ha llegado a la verdad judicial de la masacre, de sus ejecutores y, al menos en parte, de sus los autores intelectuales. Pero nunca se ha dado una explicación política, salvo en términos de «estrategia de la tensión», es decir, una estrategia ideada, planificada y puesta en práctica por grupos y organizaciones que pretendían impedir que los partidos de «izquierda» —PCI, PSI, PSDI— y las tendencias de izquierda del partido conservador y católico más fuerte la DC, gobernaran Italia; grupos y organizaciones vinculados, dependientes y dirigidos por la logia masónica P2, que había extendido su influencia en las Fuerzas Armadas, la Guardia de Finanzas y los servicios secretos. Esta masacre, al igual que las anteriores, desde la Piazza Fontana hasta el tren Italicus, la Piazza della Loggia de Brescia, los Georgofili de Florencia y Bologna y otros lugares de Milán y Roma, donde se colocaron explosivos que no llegaron a detonar, formaba parte de un proyecto de desarticulación de las instituciones democráticas con el fin de favorecer un cambio radical del sistema de gobierno surgido de la victoria aliada en la Segunda Guerra Imperialista Mundial contra el nazifascismo, como ya había intentado anteriormente
el llamado Golpe Borghese. La raíz reaccionaria y fascista de estas masacres provocó la reacción política de todos los partidos de la democracia burguesa, desde los liberales hasta los republicanos y los demócratas cristianos, pasando por los socialdemócratas y los «comunistas» togliattianos, que apelaron al antifascismo y a la unidad nacional de todas las fuerzas democráticas para que el pueblo apoyara su lucha en defensa de la democracia parlamentaria contra la deriva autoritaria.
Una democracia que, en realidad, estaba mostrando una debilidad social debida, sobre todo, a que, terminada la guerra mundial se dio pasao a un quinquenio en el que la «reconstrucción de la economía nacional» había exigido y seguía exigiendo sacrificios sobre sacrificios a las masas proletarias, tanto en el plano de las condiciones de vida como en el de las condiciones de trabajo. En abril-mayo de 1945 terminó la guerra, pero no terminó la lucha obrera en defensa de sus condiciones de existencia. Con la victoria de las democracias occidentales sobre el nazifascismo, Italia quedó bajo el dominio político-social de los angloamericanos y bajo el dominio económico y militar de los Estados Unidos. La tan ansiada libertad del totalitarismo fascista se obtuvo no solo gracias a la victoria militar de los Aliados, sino también gracias al «paso de los partidos comunistas a la estrategia del gran bloque antifascista, exacerbada con las palabras de la colaboración nacional en la guerra antialemana de 1939, de los movimientos partisanos, de los comités de liberación nacional, hasta la vergüenza de la colaboración ministerial» (1), paso que marcó, tras la degeneración estalinista del movimiento revolucionario mundial, la segunda derrota del movimiento proletario. Y así, la Italia republicana y democrática se encontró transformando su imperialismo mendigo en una completa sumisión a los intereses imperialistas estadounidenses. Desde entonces, nada de lo que se movía en Italia, desde el punto de vista económico, político, diplomático y social, y mucho menos militar, podía responder a la tan alabada «soberanía nacional», a una verdadera independencia de Washington. Los dólares necesarios para la reconstrucción posbélica trajeron consigo bases militares de la OTAN —por lo tanto, estadounidenses—, la CIA y la interferencia sistemática en la gestión política de los gobiernos que se sucedieron desde De Gasperi en adelante. Por lo tanto, cualquier acontecimiento que supusiera un fortalecimiento político de los partidos vinculados ideológica (y financieramente) a Moscú —aliada en la guerra antialemana, pero adversaria imperialista en el reparto de las zonas de influencia en Europa y en el mundo – y que diera al movimiento proletario la posibilidad de reanudar la lucha de clases, era combatida con los diversos medios disponibles (y Washington tenía de todo tipo), incluidos los vinculados al terrorismo de Estado o al terrorismo negro, según las tradiciones histórico-políticas del país en cuestión.
Una masacre como la de Bolonia mató a ciudadanos indefensos; ¿con qué propósito? «El gesto parece de una terrible gratuidad —escribíamos en agosto de 1980— de una inutilidad espantosa si se mide en función de los objetivos inmediatos de una determinada organización» (2). Sirvió, como todas las masacres anteriores y posteriores, para sembrar el terror: «Terror no de una clase social distinta, de una categoría política precisa, de un determinado estamento, sino el terror generalizado e indiscriminado, el terror de la gente que pasa por la calle, que toma el tren en momento de vacaciones, el terror de todos». Sirvió «para subrayar la impotencia general frente a fuerzas “oscuras” que pueden, si quieren, intimidar a todos, valiéndose de este o aquel delirante mitificador del nazismo y fanático del renovador baño de sangre, descubierto el cual, en realidad, no se ha descubierto nada (como han demostrado tanto la masacre de la plaza Fontana como la de la plaza de la Loggia)». Una cosa es ya un hecho: por mucho que las investigaciones judiciales logren indagar y descubrir, entre mil desvíos y contaminaciones, falsos testimonios y prescripciones, a veces logran identificar a los ejecutores y tal vez a los colaboradores, pero nunca a los verdaderos autores intelectuales. Si el objetivo de estas masacres era separar a la DC del PCI, es decir, impedir que entre las dos principales fuerzas políticas se produjera el «compromiso histórico» de Berlinguer, el resultado obtenido fue exactamente el contrario: el Estado no se debilitó, la democracia, aunque corrupta hasta la médula, no ha dado paso al autoritarismo fascista abierto, estas masacres no han hecho más que reforzar una democracia que tiende históricamente a descomponerse, a proporcionar a la política gubernamental de un capitalismo cada vez más proyectado hacia las crisis económicas y sociales una terapia compuesta por la colaboración de clases y la unidad nacional «antifascista», «antiterrorista», capaz de reconocer al Estado una misión que la clase dominante burguesa le ha encomendado históricamente, es decir, la de «reunir a todas las clases, reunir bajo su bandera todos los intereses, todos los amantes de la paz en la guerra contra la violencia que viene de lejos...».
En la realidad capitalista, para el marxismo, no hay fuerzas oscuras: la violencia ciega, la sed de sangre no son más que la expresión del terrorismo contrarrevolucionario de Estado que la clase dominante pone en práctica aunque el peligro de una insurrección revolucionaria del proletariado no está a la vuelta de la esquina, aunque las luchas a las que los proletarios se ven espontáneamente empujados, guiados e influenciados por mil corrientes oportunistas y contrarrevolucionarias, no pongan en peligro ni la economía de las empresas, ni la economía nacional y mucho menos el poder político estatal. Este tipo de terrorismo contrarrevolucionario es preventivo, se desencadena en momentos en que la situación social y política entra en crisis, generando aquellos factores objetivos que ponen a los proletarios en condiciones de reaccionar en el terreno de la lucha por la supervivencia, en el terreno del enfrentamiento con la patronal, con las fuerzas del orden, con el Estado burgués. La burguesía ha hecho acopio de las experiencias históricas en las que el proletariado tomó la iniciativa de clase, luchó y se organizó en defensa de sus intereses exclusivos inmediatos, rompiendo de hecho la colaboración de clase que lo mantiene atado a la correa de la patronal y de la clase dominante, favoreciendo así la reanudación y el desarrollo de la lucha de clases y la influencia del partido revolucionario de clase.
No hay duda de que las potencias imperialistas actuales, más numerosas que en todo el siglo XX, han acumulado una fuerza económica que les permite invertir recursos financieros para alimentar la colaboración de clases, para reforzarla tanto financiando directamente salarios más altos a la aristocracia obrera como a asociaciones, movimientos, grupos, partidos e iniciativas sociales, escolares, culturales, religiosos y artísticos a través de los cuales llenar los cráneos de ilusiones de bienestar y paz, y acostumbrar a los proletarios a esperar la respuesta a sus problemas de las autoridades, las instituciones y el Estado. Los recursos más importantes que la clase dominante burguesa utiliza socialmente deben responder al control de las masas proletarias, para que los proletarios no tengan tiempo ni energía para dedicar a su propia vida, a la defensa de sus intereses reales inmediatos, para que los proletarios estén dispuestos a ser reclutados en la unidad nacional cada vez que la clase dominante burguesa les llame para defender la democracia, la economía nacional, la nación, las fronteras sagradas contra todo tipo de agresión «interna» o «externa», «fuerzas oscuras» o Estados enemigos.
El proletariado podrá hacer sentir su peso social a condición de romper con la colaboración de clase, luchar y organizarse independientemente de las fuerzas burguesas y oportunistas, poniendo exclusivamente la defensa de sus intereses inmediatos de clase como contenido de sus luchas. Entonces reconocerá, sobre la base de su propia fuerza de clase, que las «fuerzas oscuras» contra las que la clase dominante burguesa lo llama a luchar para defender un poder político represivo y un sistema social y económico explotador, no son más que las fuerzas de la contrarrevolución burguesa normalmente activas en los meandros del poder burgués, y denunciadas episódicamente como un peligro para la democracia y la estabilidad social, con el único fin de desviar las posibles reacciones proletarias a las crisis cíclicas del capitalismo hacia el terreno de la conservación burguesa y capitalista.
La respuesta proletaria de clase al terrorismo de la contrarrevolución burguesa no puede ser otra que la reanudación de la lucha de clases; una lucha que no se basa en verdades o falsedades judiciales, sino en el antagonismo abierto de clases que en su desarrollo no tiene más objetivo que la conquista del poder político: a la dictadura de la clase burguesa, ejercida con todas las fuerzas oscuras del submundo parlamentario, masónico y torcido en sus fines, el proletariado responderá con la lucha de clases abierta con la cual anuncia la revolución.
(1) Cfr. Nuestro texto fundamental Tracciato di impostazione, Prometeo, n. 1 luglio 1946; ahora en la nueva colección Tesi e testi della Sinistra comunista nel secondo dopoguerra, 1945-1955, fascicolo n. 1, vedi il nostro sito https://www.pcint.org
(2) Cfr. Sulla strage di Bologna. Il terrorismo della controrivoluzione, en nuestro periódico de partido de entonces, “il programma comunista”, n. 16, 31 agosto 1980. Las siguientes citas salen de dicho artículo.
3 agosto 2025
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