Contra la guerra imperialista ruso-ucraniana, la respuesta solo puede darla el proletariado en Rusia, en Ucrania y en Europa con su lucha de clases, contra el veneno belicista de sus respectivas burguesías,de sus intereses nacionales, y contra el opio pacifista


 

La operación militar especial que el imperialismo ruso desencadenó contra Ucrania para impedir su ingreso en la OTAN, su incorporación al frente occidental euroamericano, como ya habían hecho las antiguas repúblicas populares de Europa del Este, se ha convertido en una guerra que dura ya más de dos años con trágicas consecuencias para la población ucraniana y para la rusoparlante del Donbass y Crimea, así como para los soldados rusos enviados al matadero para defender los intereses imperialistas de las oligarquías que gobiernan en Moscú. Hasta la fecha, según las estimaciones oficiales de los distintos gobiernos, los muertos y heridos entre rusos y ucranianos ascenderían a más de 500.000: una enorme carnicería, mientras que una gran parte del sudeste de Ucrania ha quedado destruida.

Todos los medios de comunicación y gobiernos occidentales afirman que las causas del conflicto que estalló en Ucrania hay que buscarlas en la voluntad de las oligarquías o de los potentados que quieren dominar otros países e incluso el mundo, destruyendo el curso pacífico del desarrollo empresarial defendido por la democracia de la que los Estados Unidos de América y los países de Europa Occidental, empezando por Gran Bretaña, Francia, Alemania y detrás de ellos todos los demás, se proclaman campeones absolutos. Así pues, si estalla una guerra, es porque esa "dictadura", esa "autocracia", ese "totalitarismo", en definitiva los nuevos Hitler y Mussolini lo han querido... Por parte rusa, la causa del conflicto habría que buscarla, en cambio, en la política nazi y militarista de Ucrania, apoyada por Estados Unidos y los países europeos de la OTAN, que quieren cercar, debilitar y aislar a Rusia poniendo en peligro su seguridad nacional. A falta de tales argumentos, siempre están dispuestos a sacar otro: el "terrorismo internacional", islámico por supuesto...

Pero las causas de esta guerra, como de todas las guerras, hay que buscarlas en el desarrollo del capitalismo imperialista, que mantiene a todos los países del mundo en un abrazo mortal. El capitalismo, para desarrollarse, necesita atacar con todo tipo de violencia, tanto virtual (política, diplomática, cultural, religiosa) como cinética (económica, financiera, militar), a cada país porque representa un mercado potencial para sus mercancías y capitales, un punto de fuerza, o de debilidad, en el choque de intereses que cada Estado burgués defiende con todos los medios, y el militar no es ciertamente secundario.

Tras el colapso de la URSS, todos sus países satélites se separaron para dejar de depender del poderío militar y económico de Moscú; pero, en la fase imperialista del capitalismo, si un país se separa de un bloque de potencias es porque, inevitablemente, acaba en el bloque contrario, bien porque busca protección y apoyo a sus propios intereses nacionales, bien porque los intereses económicos y financieros de cada capitalismo nacional están cada vez más entrelazados con los intereses económicos y financieros de las grandes potencias que dominan el mercado internacional, bien porque las potencias imperialistas, aunque divididas en varios bloques de intereses, no pueden dejar ningún rincón del planeta fuera de su control.


Fase de desorden mundial

El derrumbe de la URSS significó, al mismo tiempo, una crisis general del orden mundial constituido al final de la segunda guerra imperialista mundial, crisis que, sobre todo en Europa -donde el condominio ruso-estadounidense había garantizado, hasta cierto punto, la reconstrucción de posguerra y el desarrollo "pacífico" y acelerado de los capitalismos nacionales, bajo el control, en todo caso, de las bases militares estadounidenses especialmente en Alemania e Italia- puso en cuestión todos los puntos de equilibrio construidos hasta entonces. Y también significó, por supuesto, la desaparición de la alianza militar del Pacto de Varsovia, constituida en su momento en oposición a la alianza atlántica, es decir, a la OTAN. Desaparecida la fuerza militar que representaba el Pacto de Varsovia, queda la de la OTAN -que hace años se dio incluso por muerta- como único amo con armas nucleares en Europa y, de facto, dueño de Europa. Así, los Estados Unidos, habiendo emergido como los verdaderos vencedores de la segunda guerra imperialista mundial y habiendo forjado y dirigido la "reconstrucción de posguerra" en Europa, reforzando el peso de su imperialismo desde Europa hasta el Extremo Oriente, se presentaron al mundo como los garantes del capitalismo mundial y de su orden económico y político, en el que incluso la Rusia post-estalinista acabó insertándose abiertamente, confesando con los hechos que había acabado definitivamente con el falso socialismo de marca estalinista.

La fase de guerras que hasta entonces había afectado a los demás continentes, en las que rusos y estadounidenses se enfrentaban mediante luchas de "liberación nacional", acabó por abarcar también el continente europeo: las guerras de los años 90 en la antigua Yugoslavia, con la intervención directa de la OTAN, por tanto de Estados Unidos, marcaron el inicio de una nueva fase de agresión de los imperialismos estadounidense y europeo en zonas en las que el imperialismo ruso había tenido una influencia decisiva. Y la extensión de la OTAN a los países de Europa del Este es una prueba más de que los imperialismos norteamericano y europeo occidental no tenían, ni tienen, ningún interés en dar al imperialismo ruso el tiempo y el espacio para reconstituir su antiguo poder en Europa. Todo imperialismo está hambriento de un cada kilómetro cuadrado de territorio económico sobre el que pueda ejercer su dominio y, dada la situación mundial existente desde hace más de un siglo, toda crisis que sume a la economía capitalista en la recesión y la barbarie empuja a los imperialismos más fuertes a devorar kilómetros cuadrados de territorio económico arrebatado a sus adversarios más débiles, sin usar necesariamente sus propias tropas terrestres, sino, sobre todo, su propio capital. El ataque a la "soberanía" de Ucrania en realidad fue llevado a cabo simultáneamente tanto por Moscú como por Washington, Londres, Berlín, París, política, económica, financiera y, finalmente, militarmente. La OTAN, traicionando sus promesas a Moscú tras el colapso de la URSS de que no englobaría a los países vecinos de Rusia, se ha lanzado en su lugar bajo sus muros. Hasta la fecha, después de haber incorporado a casi todos los antiguos satélites de Moscú en Europa del Este entre 1999 y 2020, sólo Bielorrusia y Ucrania permanecen fuera de la OTAN. Ni que decir tiene que Ucrania es el bocado estratégico más importante y es lógico que Estados Unidos haya apostado por ella desde el colapso de la URSS, contando también con los contrastes nacionalistas que caracterizan sus respectivas historias. ¿Podría Rusia -tanto si el gobierno está presidido por Putin como si lo está por cualquier otra figura- permanecer tranquila con un frente continuo de bases militares de la OTAN con misiles atómicos en su frontera occidental? Ni que decir tiene que la respuesta es no, y es aún más negativa ahora que Finlandia, que limita con Rusia en el extremo norte, se ha unido a la OTAN, arrastrando también a Suecia tras de sí. La maniobra europea de cerco de Rusia es, pues, casi completa. Ucrania, de momento, debido sobre todo al curso de la guerra con Rusia, sigue en la cuerda floja.

¿Podría haber sido el curso de la guerra ruso-ucraniana diferente del que está demostrando ser últimamente, a saber, una guerra que allana el camino para otras guerras en Europa y en todo el mundo?

Poco más de un mes después de la invasión militar de las tropas rusas en territorio ucraniano, el 24 de febrero de 2022, Kiev y Moscú, según los medios de comunicación internacionales, estaban a punto de negociar un tratado por el que Kiev se comprometía a no entrar en la OTAN, a no entrar en la Unión Europea y a cesar la represión de las poblaciones rusófonas del Donbass concediéndoles una autonomía real, como se había prometido en los tratados de Minsk. Según estos tratados, parecía posible que el conflicto -que de hecho había comenzado ocho años antes con las represiones de Kiev contra los movimientos rusófonos del Donbass y la anexión de Crimea por Moscú- no se extendiera como lo hizo en realidad y, sobre todo, que no implicara directamente a las potencias de la OTAN, aunque no en términos de envío de tropas, sino de un conspicuo apoyo militar y financiero. Fueron Londres y Washington los que detuvieron a Zelensky, con promesas de enorme y continuo apoyo incluso de los países de la OTAN, de financiación de miles de millones y suministros de armamento moderno, hasta el punto de que lanzaron una vasta campaña de propaganda sobre el peligro de que Rusia, tras haber invadido Ucrania, procediera a invadir toda Europa; una campaña de propaganda en la que se afirmaba la posibilidad de poner de rodillas a la economía rusa mediante una serie de sanciones económicas y financieras y, por último, de derrotar militarmente a Rusia recuperando todos los territorios que había ocupado, incluida Crimea.

Todos los portavoces de los belicistas euroamericanos siguieron propagando un apoyo eterno al belicista ucraniano, para derrotar militar y económicamente al belicista ruso; todos los portavoces occidentales siguieron hablando de una guerra que duraría mucho tiempo porque harían todo lo posible por aislar y derrotar a Rusia, empujándola de nuevo dentro de las fronteras de la Federación Rusa de 1992 y destruyendo su economía. Las cosas han resultado de otro modo: las sanciones han llevado a la crisis a la economía rusa, pero no la han doblegado, mientras que sus exportaciones de petróleo, gas, cereales y otras materias primas -aunque en menor cantidad que antes y a precios más bajos- a otros mercados (especialmente China e India) han continuado, y el aumento de la producción de armamento se ha iniciado no sólo para reponer las existencias de los ya utilizados y aún por utilizar en la guerra de Ucrania, sino también con vistas a nuevos frentes de guerra, como por otra parte están haciendo todos los grandes países imperialistas, empezando por Estados Unidos que, sólo para 2024, ha elevado el presupuesto del Pentágono a 886.000 millones de dólares, seguido por los países de la Unión Europea, China, India y Japón. Así pues, en el horizonte mundial se vislumbra un futuro de guerra declarada.

Al igual que durante la pandemia del Sars-Cov2 fueron las multinacionales farmacéuticas las que se embolsaron miles de millones de beneficios al precio de más de 16 millones de muertos entre 2020 y 2021, durante la guerra ruso-ucraniana y la posterior guerra de Israel contra Hamás y los palestinos, como en todas las demás guerras, son las grandes multinacionales del armamento las que amasan beneficio sobre beneficio, mientras que las políticas sociales que durante muchas décadas constituyeron, con sus castillos de amortiguadores sociales, la columna vertebral de la política colaboracionista de los países capitalistas más avanzados y de las organizaciones sindicales y políticas del proletariado, han comenzado a encogerse cada vez más a favor de la política militarista. La guerra es parte integrante del desarrollo capitalista y parte indispensable de la política exterior de todo imperialismo. Nunca habrá paz mientras subsista el capitalismo; todo alto el fuego y todo período de paz que sigue a períodos de guerra no son más que treguas para reorganizar la reanudación de la guerra o la guerra siguiente.

La guerra burgués-imperialista no sólo causa muertos, heridos e inválidos entre los soldados y las poblaciones civiles afectadas, específicamente para desmoralizar a los soldados en el frente, sino que también provoca consecuencias a largo plazo de miseria y devastación; y mientras que en los países imperialistas, cuando sus territorios nacionales no se ven directamente afectados por la guerra, la paz adquiere la apariencia de una vida social y laboral "normal", en los países donde, por el contrario, se producen constantemente conflictos entre imperialismos, se produce una situación de inseguridad general, miseria y hambre, y el inevitable fenómeno de las migraciones forzadas -desde África, Oriente Medio, Asia Central y Extremo Oriente, la propia América Latina- adquiere dimensiones bíblicas.


El opio pacifista

Frente a la carnicería de muertes de civiles en Ucrania y Palestina, se ha alzado una vez más la voz del pacifismo, de esa ideología que, dirigiéndose a los propios artífices de la guerra, les pide que paren la guerra, que dejen de masacrar a civiles indefensos, que depongan las armas y se sienten a una mesa para acordar una tregua e iniciar negociaciones de paz. Ni que decir tiene que el máximo portavoz de esta ideología es el jefe de la Iglesia de Roma, una potencia financiera respetada internacionalmente.

El horror de la guerra debería impulsar a los gobiernos implicados a detenerla y ponerle fin. En realidad, el pacifismo nunca ha impedido ni detenido la guerra, y por razones materiales muy concretas: la guerra es la continuación de la política exterior de cada Estado hecha por medios militares. ¿A qué responde la política exterior de los Estados sino a los intereses del capitalismo nacional de cada país defendidos por todos los medios, incluidos los militares, por el Estado burgués nacional? ¿Qué es el imperialismo en la era del capitalismo desarrollado sino la política del poder económico y financiero de las mayores concentraciones económico-financieras y de los Estados que defienden sus intereses en todo el mundo? ¿Y cuál es el objetivo de esta política sino repartirse el dominio del mercado mundial en un orden siempre cambiante según la fuerza cambiante de cada Estado?

La guerra es parte integrante de esta política, no es una opción entre muchas, no puede evitarse porque las clases burguesas dominantes no responden a la "conciencia" de cada uno de sus miembros individuales, sino a los intereses materiales del sistema económico del que son representantes y únicos beneficiarios.

Mientras imperen los intereses económicos y financieros del capitalismo, ninguna burguesía tiene alternativa: debe defender denodadamente esos intereses por todos los medios, legales e ilegales, pacíficos y violentos, porque de ello depende su propia existencia.

Por lo tanto, el pacifismo, precisamente porque no cuestiona el sistema económico y financiero capitalista, es completamente impotente contra la guerra burguesa e imperialista. Sin embargo, tiene un papel político y social igual al del reformismo y el colaboracionismo, a saber, el de desviar los movimientos de oposición a la guerra del terreno de clase en el que la lucha de la única clase que no tiene intereses inmediatos e históricos que defender en esta sociedad y en la guerra imperialista -la clase de los trabajadores asalariados, del proletariado- tiene la posibilidad de romper los horrendos ciclos de las guerras imperialistas, convirtiendo la lucha antimilitarista y antiburguesa en el terreno de la revolución anticapitalista y, por tanto, antiburguesa.

El pacifismo, en realidad, tiene la misma función que el opio: atonta y embota las mentes de las masas proletarias, haciéndoles creer que pueden escapar de los horrores de la zona de guerra viajando a un mundo fantástico e irreal, en el que cada individuo se desprende virtualmente de las relaciones económicas y sociales que lo encadenan a la sociedad, planeando, libre de los dolores del mundo, por encima de ellas; pero destinado luego a caer de nuevo en la espantosa realidad a la que el capitalismo condena a toda la humanidad.



El futuro del proletariado está en manos del propio proletariado

El mundo, atrapado en la espasmódica búsqueda del beneficio por parte de concentraciones capitalistas cada vez más gigantescas, derrama también sobre la vida cotidiana de los proletarios de los países burgueses occidentales una lluvia cada vez más intensa de restricciones, despidos, empeoramiento de las condiciones de trabajo e miseria generalizada que afecta a capas cada vez más amplias de una clase proletaria que, desde hace décadas, ha perdido por completo su orientación de clase. Los proletarios del opulento Occidente ya no pueden reconocerse como la clase antagonista por excelencia a las clases burguesas dominantes en sus propios países, ya no pueden extraer de la trágica y creciente miseria que los deprime y asfixia la primera lección social útil para resistir y reaccionar ante la aplastante explotación a la que están cada vez más sometidos: ¡unirse en la lucha común contra el enemigo común, es decir, la clase burguesa de su propio país! La burguesía, al privilegiar a las capas superiores del proletariado, al transformarlas en una verdadera aristocracia obrera, al acostumbrarlas a vivir según el estilo de la pequeña y mediana burguesía (que se apoyan en la pequeña y mediana propiedad privada, y en los privilegios que provienen de la explotación general del trabajo asalariado) se sirve de ello para difundir entre las amplias masas proletarias la ilusión de que pueden elevar sus condiciones de vida colaborando con la patronal, con el Estado patronal, en una palabra con la burguesía dominante, con la clase que las explota, las mata de hambre, las masacra con el trabajo y en las guerras. Y esta colaboración -de la que los sindicatos y los partidos vendidos al capital son los vectores más insidiosos y eficaces- sólo es posible renunciando a la lucha en defensa exclusiva de los intereses de clase proletarios (que son objetivamente opuestos y están en franco contraste con los de la burguesía), renunciando a la lucha con medios y métodos clasistas, es decir, con métodos y medios que no son compatibles ni con la colaboración de clases, ni con la cohesión social, ni con la comunidad de objetivos inmediatos y futuros de la burguesía. La clase burguesa, gracias también a todas las fuerzas sociales colaboracionistas que la apoyan, aumenta así su fuerza, pareciendo así invencible, pero sólo porque la masa proletaria, en lugar de reconocerse como clase antagónica -como fuerza unificada que lucha de forma coordinada por objetivos claramente opuestos a la burguesía-, se ve a sí misma como parte del "pueblo", parte de una "comunidad nacional" en la que ha perdido por completo su identidad histórica de clase.

Los proletarios, bajo la ilusión de que están mejor protegidos y son más fuertes si se ponen en manos de la burguesía y sus sirvientes, si "participan" en el "bienestar común" renunciando a exigir para sí condiciones de existencia más tolerables a pesar de la explotación, acaban convirtiéndose en bestias de carga, en máquinas al servicio del beneficio capitalista, sólo para ser desechados, arrojados a algún rincón o dejados morir cuando dejan de ser inútiles para la producción de beneficios. Y cuando la crisis económica y financiera coge al sistema capitalista por el cuello, como ocurre cíclicamente, la burguesía intenta salvarse como clase dominante y como propietarios individuales del capital convirtiendo a una parte considerable de sus proletarios en carne de cañón. Así, la guerra de competencia que las burguesías del mundo libran constantemente entre sí, se convierte en una guerra sucia y total contra países que son considerados en ese momento los enemigos a los que hay que derrotar "cueste lo que cueste". Que los costes de la guerra son pagados principalmente por el proletariado y la población civil, tanto de los países amigos como de los enemigos, es cosa sabida.

¿Qué impide entonces a los proletarios romper este "contrato social" no firmado, pero validado por la fuerza política, económica y militar del Estado capitalista burgués, para recuperar su independencia y su autonomía de clase?

El miedo a perder el empleo y, por tanto, el salario; el miedo a quedarse solo y sin ayuda, a tener que proveer sin medios para la supervivencia de uno mismo y de su familia; el miedo a perder los ahorros de toda una vida, la vivienda, los afectos familiares una vez que se ha perdido el empleo y, por tanto, el sustento; el miedo a ser abandonado por las organizaciones sociales y el Estado que antes se habían presentado como los garantes del apoyo en los momentos de dificultad de la economía nacional y empresarial, dificultades que siempre se anunciaron como transitorias, superables, y que, a medida que crecían, exigían nuevos sacrificios. Las décadas de políticas colaboracionistas que han caracterizado la vida política y social de todos los países han acostumbrado a las amplias masas proletarias a delegar la defensa de sus intereses inmediatos en organismos sindicales y políticos que procedían, en realidad, a borrar por completo -después de haberlos transfigurado- los intereses generales e históricos de la clase a la que pertenecen los proletarios, sustituyéndolos por los intereses del "crecimiento económico", de la "competitividad", de la "productividad", de la defensa de la "economía nacional" y de la "patria". Y los proletarios de los países occidentales, como los de Rusia o China, los árabes o latinoamericanos, los orientales o africanos, escuchan con sus propios oídos los mismos llamamientos, las mismas palabras, las mismas 'exigencias' con que la clase capitalista y el poder burgués se dirigen a ellos con el fin de obtener no sólo su colaboración espontánea y convencida (pero dispuestos a obtenerla por la fuerza si se muestran reticentes), sino también el ofrecimiento de sus vidas sabiendo que hoy pueden morir en el trabajo y mañana en los frentes de guerra.

La burguesía sabe, porque también ella ha sacado lecciones de la historia de las luchas de clases, que el proletariado, más allá de cierto límite, ya no puede soportar materialmente, físicamente, condiciones intolerables de existencia y de trabajo. Sabe que ese poderoso magma volcánico atrapado en las fuerzas productivas representadas por la fuerza de trabajo asalariada no de aquel país o de aquel otro, sino de todo el continente si no del mundo entero, a un cierto nivel de presión social estallará y se abrirán formas de lucha hasta entonces desconocidas, como ocurrió con los communards parisinos en 1871 o con los proletarios rusos en los soviets en 1905 y luego en 1917. La historia de la lucha de los proletarios en París o en San Petersburgo en aquellos años parece tan lejana que ha acabado en el olvido, tanto que la propaganda burguesa ha hecho ensalzando su moderna civilización capitalista y una democracia hecha de bellas palabras -libertad, igualdad, incluso fraternidad- pero concretada en la explotación más bestial que el hombre haya tenido que soportar jamás: incluso a los esclavos se les salvaba la vida, mientras que a los proletarios modernos se les ha hecho tan "libres" que ni siquiera son dueños de su propia vida.

El horror de las guerras mundiales, el horror de todas las guerras que han tenido lugar en las últimas décadas, amplificado de manera espectacular por los medios de comunicación ultramodernos de la civilización burguesa, es una de las armas de la propaganda burguesa útil para sembrar el miedo, para difundir el miedo, para doblegar a las masas proletarias a las voluntades de sus numerosos torturadores vestidos cada vez más a menudo con trajes y corbatas y dispensadores incesantes de bellas palabras sobre la "libertad" -mientras oprimen a masas cada vez más grandes de seres humanos-. sobre la "lucha" contra la desigualdad y el hambre en el mundo - mientras luchan unos contra otros para aumentar la desigualdad y el hambre de miles de millones de seres humanos en todas partes -, sobre la "paz" - mientras aumentan las guerras convirtiéndolas en una constante en la vida cotidiana de pueblos y continentes enteros -, sobre el "pueblo soberano" y la "patria" - mientras los pueblos son saqueados, hambreados y masacrados, y sus patrias oprimidas, despedazadas como botines de guerra sobre los que se abalanzan bandidos de todo el mundo.

El capitalismo, tal como se ha desarrollado, ha llevado a la humanidad a la mayor inhumanidad posible; ha revolucionado los modos de producción anteriores, aportando, sí, progresos excepcionales en el trabajo asociado y en la producción social, pero al precio de llevar la explotación del hombre sobre el hombre a niveles nunca alcanzados en las sociedades anteriores, al precio de llevar a su máxima eficacia los medios de destrucción de las propias fuerzas productivas que ha desarrollado; ha "liberado" por la fuerza y violentamente a enormes masas de campesinos del aislamiento y de la exigua parcela de tierra en la que luchaban por sobrevivir, transformándolos en proletarios, en personas sin hogar, sin propiedad. Transformándolos, de facto, histórica y globalmente, en hombres dispuestos a revolucionar toda la sociedad encadenada en las leyes capitalistas de la ganancia y del trabajo asalariado, del dinero y del mercado, transformándola en una sociedad en la que las fuerzas productivas ya no serán cíclicamente destruidas por las crisis y las guerras burguesas porque responderán a una planificación económica racional concerniente a toda la especie humana, en armonía consigo misma y con la naturaleza. Pero, el camino hacia esta meta histórica es tremendamente accidentado, y parece imposible dado el poder que aún expresan la burguesía y su sociedad. El poder burgués se debe, en gran parte, a la impotencia política de la clase del proletariado, es decir, a su repliegue generalizado ante las necesidades de la vida del capitalismo y de la burguesía dominante; incluso para los esclavos de hace dos mil años, el futuro parecía marcado para la eternidad, e incluso para los siervos de hace mil años, el futuro parecía marcado para siempre. Pero el desarrollo de las fuerzas productivas, en ambos casos, desgarró la aparente inmovilidad de la historia en un determinado momento; entonces llegó la revolución burguesa que abrió la puerta a una sociedad organizada universalmente sobre las mismas leyes económicas que el capitalismo; una sociedad que no podía hacer otra cosa que producir, además de las técnicas industriales y el trabajo asociado, los proletarios, es decir, aquellos que producen toda la riqueza social, pero que no poseen nada más que su propia fuerza de trabajo que se ven obligados a vender a cambio de un salario si quieren sobrevivir. En esencia, como afirma el Manifiesto de Marx y Engels, "la condición del capital es el trabajo asalariado, el trabajo asalariado descansa únicamente en la competencia de los trabajadores entre sí. El progreso de la industria, del que la burguesía es un vehículo involuntario y pasivo, sustituye el aislamiento de los obreros resultante de la competencia por su unión revolucionaria, resultante de la asociación. Con el desarrollo de la gran industria, por tanto, se le quita a la burguesía el suelo mismo sobre el que produce y se apropia de los productos. Produce ante todo a sus "enterradores", precisamente el proletariado. Esta visión histórica de la lucha entre las clases indica cómo, materialmente, el desarrollo de las fuerzas productivas y su revolución son el motor del desarrollo de las sociedades humanas; lo fue hasta la sociedad del capital, lo será tanto más para la sociedad futura, para la sociedad comunista en la que ya no existirán las clases, sino que sólo existirá una sociedad capaz de disfrutar libre y racionalmente del desarrollo de las fuerzas productivas que la sociedad burguesa, para mantenerse viva, se ve también obligada a destruir en cada ciclo de crisis.

El proletariado tiene, pues, una tarea histórica como clase revolucionaria, pero para convertirse en clase revolucionaria debe romper los lazos políticos y sociales que lo atan al destino del capitalismo, a sus crisis y guerras. Significa que de ser una clase para el capital -como la burguesía quiere que siga siendo, utilizando cualquier medio para mantenerlo así- el proletariado debe convertirse en una clase para sí mismo, precisamente una clase revolucionaria. El camino es largo y arduo para que los proletarios recuperen el terreno de la lucha de clase, pero es el único indicado por el desarrollo de las fuerzas productivas y la propia historia de su desarrollo. Es un camino que sólo se abre a condición de romper con la colaboración de clases, es decir, de luchar contra la competencia entre proletarios: sin este salto cualitativo, los proletarios nunca encontrarán su propio camino de clase, el camino de su propia emancipación del yugo del capital. La lucha será ciertamente larga y dura porque la burguesía se opondrá con todas sus fuerzas a la reanudación de la lucha de clases proletaria: tratará por todos los medios de impedirla, de desviarla, de aplastarla porque es perfectamente consciente de que del desarrollo de esa lucha renacerá la confianza del proletariado en su propia fuerza de clase y de que, en el desarrollo de esa lucha, el proletariado encontrará su guía política y teórica sin la cual -como ya ha ocurrido en la historia anterior- el proletariado se desorientará, perderá el sentido y los objetivos reales de su lucha de clase, se confundirá y las derrotas que inevitablemente encontrará en su camino lo desmoralizarán hasta el punto de aplazar de nuevo, muy lejos en el futuro, la cita histórica con su emancipación.

Contra la guerra actual en Ucrania o Palestina o en cualquier otra parte del mundo, la consigna que los comunistas lanzarían espontáneamente al proletariado es: derrotismo revolucionario, es decir, luchar contra el atrincheramiento de las masas proletarias en la guerra burguesa, desencadenar la guerra de clases, la guerra contra la clase dominante burguesa. El problema de hoy es que el proletariado, en general, en cualquier país y no sólo en Ucrania, Rusia, Palestina o Israel, donde es sistemáticamente masacrado, no tiene aún fuerzas ni siquiera para luchar de forma clasista por sus intereses inmediatos en el terreno de la defensa económica. Al carecer de esta experiencia de lucha, al carecer de la experiencia de organización clasista e independiente necesaria no sólo para librar la lucha de clases, sino también para perdurar en el tiempo en este frente y desarrollar la solidaridad de clase con los proletarios de otros sectores y otros países, es ilusorio que el proletariado ucraniano o ruso, palestino o israelí, británico o alemán, italiano o francés o español, chino o estadounidense, egipcio o iraní o de cualquier otro país pase directamente a la lucha por su guerra de clases, es decir, por la revolución proletaria. Para los comunistas, la revolución proletaria es el objetivo histórico de la lucha de clases del proletariado en cualquier país, pero los proletarios -y esto vale también para los propios comunistas- deben prepararse, deben tener experiencia directa, física, con todos los errores que inevitablemente se cometen en toda preparación para la lucha, deben probarse con sus propias fuerzas y conocer las fuerzas y movimientos de sus adversarios. Como dijo Lenin, los proletarios deben participar en la lucha de clases de defensa inmediata porque es una "escuela de guerra". Esto no significa ni ocultar los grandes objetivos de la lucha revolucionaria del proletariado, ni, menos aún, las dificultades reales para alcanzarlos, ni, por supuesto, las dificultades objetivas de la propia lucha de defensa inmediata. Ciertamente, no hay que sobrevalorar al enemigo de clase, pero tampoco subestimarlo. Por otra parte, es el proletariado, a partir de sus sectores más combativos y sensibles en la lucha de clases, el que debe encontrar la fuerza para reaccionar independientemente ante la presión y la represión burguesas, y en esto no puede ser sustituido por ningún partido.


26 de marzo de 2024

Partido Comunista Internacional

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