La emancipación de la mujer nunca tendrá lugar en la sociedad capitalista: será el resultado de la lucha de los proletarios unidos en un mismo movimiento revolucionario de clase por el comunismo



Las repúblicas democráticas más avanzadas, además de presumir de un progreso cada vez mayor tanto en el terreno económico y social como en el técnico y científico, se jactan de haber alcanzado un nivel de civilización jamás alcanzado por ninguna sociedad anterior, y de poseer el único mecanismo político y social -la democracia en general- capaz de asegurar la superación de toda contradicción, de toda desigualdad, de todo enfrentamiento social, basado en un marco ideológico que sitúa en el centro la plena libertad e igualdad de todo individuo, tanto entre hombres y mujeres como entre naciones.

Toda constitución republicana ensalza los valores ideológicos, políticos y sociales que justifican cualquier lucha, cualquier guerra para destruir los obstáculos ideológicos, políticos y sociales representados por los restos de sociedades anteriores, generalmente categorizados como totalitarismo, autoritarismo, fascismo que la historia pasada y presente nos ha dado a conocer y que aún hoy existen en diferentes partes del mundo.

La burguesía de hoy, como la de ayer y la de mañana, concede un valor histórico inestimable a la búsqueda compulsiva de la ganancia, del beneficio, que no es otra cosa que el resultado económico y social de la explotación cada vez más intensa y bestial del trabajo , no sólo a nivel empresarial o nacional, sino mundial. La diferencia entre el siglo XXI y el siglo XIX radica únicamente en el creciente desarrollo del capitalismo a escala mundial: un desarrollo que no sólo ha significado progreso económico e industrial, sino que inevitablemente ha traído consigo -y aumentado sus peores consecuencias- las desigualdades, las opresiones, la violencia y las guerras que caracterizaron ese mismo desarrollo.

Los burgueses alaban al pueblo, pero el pueblo, en realidad, está formado por clases sociales antagónicas: la clase poseedora, la clase que posee todo -la tierra, la industria, el comercio, el transporte y todo lo que se produce- y defiende la propiedad privada de ello a través del Estado central, y la clase proletaria, la clase de los trabajadores asalariados, que no poseen nada y cuya vida depende exclusivamente de la explotación de su fuerza de trabajo por la clase poseedora, la clase capitalista. Estas son las clases principales de la sociedad moderna, las clases que tienen objetivos históricos bien precisos: la clase burguesa, antaño revolucionaria, que transformó la sociedad feudal en una sociedad superior mediante el trabajo asociado y asalariado y el desarrollo industrial, y la clase proletaria, es decir, la clase de los obreros y de todos los trabajadores que viven exclusivamente de su salario, que producen con su trabajo toda la riqueza de cada nación. Entre estas dos clases principales se encuentran las clases medias, los estratos de la pequeña burguesía que todavía representan la pequeña industria, el pequeño comercio, la pequeña propiedad terrateniente, y que cubren todas las funciones y tareas que requieren las empresas y las administraciones públicas, y que el desarrollo del capitalismo industrial y financiero no ha hecho desaparecer del todo, sino que, sobre todo en tiempos de crisis económica, constituyen una base social importante para la recuperación de la economía capitalista.

Por lo tanto, cualquier referencia al pueblo es, en realidad, un enmascaramiento de la realidad social que consiste, precisamente, en el antagonismo entre la clase burguesa dominante y la clase proletaria. Este antagonismo de clase no lo inventó el marxismo, sino que es el producto histórico de la división en clases de la sociedad, a través de la cual las clases dominantes, igual que ayer oprimían a todas las clases subalternas (campesinos, artesanos, pequeña burguesía urbana), hoy siguen oprimiendo a las clases trabajadoras de la burguesía. ¿Por qué la clase dominante necesita oprimir a las clases trabajadoras? Porque la clase dominante, siendo minoritaria, sólo puede ejercer su dominio sobre el conjunto de la sociedad a condición de doblegar, por la fuerza, a sus exigencias a las clases de las que, explotándolas, extrae la plusvalía, es decir, esencialmente el beneficio. Pero la opresión que la clase burguesa ejerce hoy sobre la clase proletaria no es la única que existe. Una vez que la burguesía se ha establecido nacionalmente como clase dominante y ha dado luz verde a la competencia, precisamente porque tiende a imponerse en el mercado (que es la salida necesaria para sus mercancías), defiende el régimen de propiedad privada y su dominación económica, social y, por tanto, política, enfrentándose a las demás clases sociales que la burguesía doblega a sus intereses específicos de clase. Dentro de este régimen principal de opresión se desarrollan todas las demás formas de opresión que caracterizan a cualquier sociedad dividida en clases, en particular la opresión de las mujeres y de las naciones más débiles.

El progreso civil, industrial y cultural de la burguesía no ha superado en absoluto las opresiones de las antiguas sociedades, sino que, en todo caso, las ha ampliado y extendido por todo el mundo. Así, a la opresión de las mujeres y de las naciones más débiles, ya conocida en las viejas sociedades, la burguesía moderna ha añadido la opresión salarial.

Con el desarrollo de la tecnología industrial, con el desarrollo del comercio y del mercado, aumentó la necesidad de producir más, de producir más cosas, de distribuirlas en más mercados a nivel nacional y cada vez más a nivel internacional. A la explotación del trabajo asalariado en la que participaban los proletarios varones, se añadió en algún momento la explotación del trabajo infantil y femenino: toda la familia proletaria se vio así implicada en la explotación capitalista. Las desigualdades salariales, que ya habían sido impuestas por las diferentes especializaciones industriales, se extendieron, acentuando las diferencias, también al sector del trabajo infantil y femenino. Y así, las mujeres, que ya sufrían la opresión que la sociedad burguesa heredó de las antiguas sociedades, vieron caer sobre ellas una opresión más, la de los salarios. Es evidente que estas opresiones pesan más sobre las mujeres proletarias, sobre las mujeres de la plebe y del campesinado pobre, mientras que pesan mucho menos sobre las mujeres que forman parte de la clase dominante burguesa.

La sociedad burguesa, con todo su progreso económico y social, con toda su civilización moderna, con todos sus valores de libertad e igualdad, de democracia, no ha sido capaz, más de doscientos años después de la gran revolución burguesa francesa, de superar las opresiones que caracterizaban a las viejas sociedades feudales y patriarcales que también fueron combatidas y superadas.

La libertad y la igualdad han seguido siendo palabras escritas en banderas y constituciones, pero en la realidad nunca han encontrado aplicación; y no por mala voluntad de la burguesía que, como revolucionaria, creía realmente que podía aplicarlas, sino por razones materiales muy precisas e inexorables: el modo de producción capitalista que la burguesía desarrolló enormemente tras destruir el poder de las antiguas clases dominantes no toleraba otra libertad que la del capitalista para explotar la fuerza de trabajo asalariada con el fin de aumentar su poder económico y social, la del capitalista en la lucha de competencia contra otros capitalistas; no toleraba ninguna igualdad que no estuviera dictada exclusivamente por los intereses económicos temporales compartidos con otros capitalistas. La libertad y la igualdad que la burguesía dominante reservaba, y reserva, a las masas explotadas y empobrecidas han sido siempre palabras vacías: promesas verbales y escritas que nunca se cumplen ni aplican realmente, con las que se engaña a las masas explotadas y empobrecidas.

E incluso cuando las burguesías aceptan aprobar ciertas leyes (sobre el derecho matrimonial, el derecho de familia, el divorcio, el aborto, la educación de los niños, la sanidad pública, etc.), bajo la presión de manifestaciones y luchas económicas y políticas que movilizan a grandes masas que exigen democráticamente la aplicación o el reconocimiento de al menos algunos derechos prometidos o consagrados en las constituciones que las propias clases dominantes se han encargado de redactar, lo hacen intentando limitar al máximo estas concesiones, y siempre están dispuestas, en situaciones posteriores, a retirarlas o simplemente a hacerlas particularmente impracticables (como, por ejemplo, la libertad de abortar, etc.).

Esto demuestra que la democracia, la colaboración interclasista, el "diálogo social", los debates parlamentarios, las peticiones, las campañas de recogida de firmas, etc., es decir, toda esa serie interminable de formas de presión que permite la democracia burguesa para obtener el reconocimiento de derechos considerados básicos para una sociedad civilizada moderna, no sirven absolutamente para garantizar que esos derechos sean reconocidos de forma real y sostenible. Por otro lado, las cartas constitucionales consagran el derecho a una vida digna, en plena seguridad, y la libertad de expresión y manifestación del pensamiento y mil "derechos" más que en realidad no son respetados por la justicia burguesa salvo en favor de los miembros de la gran burguesía.

¿Y qué hay del derecho de las mujeres a no ser objeto de violencia ni en el hogar, ni en el lugar de trabajo, ni en la calle ni en los lugares dedicados al ocio y el entretenimiento? ¿Qué pasa con las miles de formas de violencia que sufren las mujeres desde muy pequeñas, en las mismas familias donde se las educa para someterse a los hombres, para depender de ellos y para dedicarse por completo a las tareas domésticas y al cuidado de los hijos? ¿Qué pasa con las mujeres que pierden su trabajo por negarse a ceder ante el acoso y la violencia sexual de jefes y patronos? ¿Qué pasa con las mujeres que, en plena libertad de seguir sus propios sentimientos, deciden dejar al hombre con el que se habían juntado, y que es asesinado por él como si fueran de su propiedad y que no acepta que sea de otro? ¿Qué pasa con las mujeres que son golpeadas y torturadas por llevar mal un velo o por no haber sucumbido a un matrimonio concertado o a los deseos sexuales de su pareja?

La opresión de la mujer en la sociedad capitalista moderna se disfraza de mil maneras; se empuja a la mujer hacia el arribismo en la vida laboral, hacia un arreglo familiar acomodado, hacia la carrera por ganar dinero como sea y, al mismo tiempo, si está abandonada y sin trabajo, hacia el "trabajo más viejo del mundo", la prostitución. Políticos de todas las tendencias discuten sobre las "cuotas de género" para los candidatos a las elecciones, mientras que los intelectuales "a contracorriente" señalan que hay muy pocas mujeres al frente de empresas, especialmente en el sector público, muy pocas cancilleres o primeras ministras, casi ninguna presidenta de república, por no hablar de “generalas” o jefas de estado mayor... Los burgueses no son capaces de ver la realidad de su sociedad, aturdidos como están por sus propias mentiras. Esto no quita que tengan una sensibilidad particular para percibir instintivamente el peligro de un movimiento social que se sitúa en el terreno de una confrontación incluso dura con el poder político, como pueden haber sido las recientes movilizaciones de los pensionistas en Francia. Su temor es, en esencia, siempre el mismo: que los movimientos sociales que expresan un descontento general con la situación en la que sobreviven las masas proletarias y semiproletarias se desborden, rompiendo las barreras políticas y policiales erigidas específicamente para defender el orden establecido, y se encuentren con experiencias de lucha de clases que puedan constituir la base no de una lucha democrática, sino de una reanudación de la lucha de clases.

De hecho, mientras las cuestiones que conciernen específicamente a la opresión de la mujer permanezcan en el marco de la "cuestión femenina", afectando sólo a las mujeres, cualquier lucha que surja sobre estas cuestiones permanecerá amputada, inevitablemente estéril, como de hecho ha sido hasta ahora. La opresión de la mujer no puede separarse de la opresión general que la burguesía ejerce sobre el conjunto de la sociedad y, en particular, sobre la clase proletaria. La clase proletaria está formada por proletarios, está formada por trabajadores y trabajadoras exprimidos hasta la última gota de sudor y sangre, por un sistema económico y social que no puede sobrevivir a sí mismo sino como un tremendo vampiro, una tremenda máquina caníbal que se alimenta no sólo de la explotación de la mayor parte de la humanidad, sino de muertes sistemáticas en el trabajo, en la calle, en el hogar, en las cárceles, en las guerras.

La emancipación de la mujer, subrayaba Lenin, sólo puede producirse con la emancipación del proletariado del capitalismo. Es en la lucha conjunta de proletarios y proletarias contra los capitalistas, contra el sistema económico y social capitalista, contra el poder burgués y su Estado, donde la opresión de la mujer podrá encontrar la única respuesta real para superarla: la respuesta de clase. Mientras se mantenga el capitalismo y, por tanto, el poder burgués, no se superará ninguna forma opresiva de esta sociedad.


Las proletarias, ante todo, más que las mujeres en general, están llamadas a situarse en el terreno de la lucha de clases, porque son las más afectadas en todos los sentidos y porque sufren una doble opresión -doméstica y salarial- de la que, si no se unen a los proletarios masculinos en la misma lucha anticapitalista, nunca podrán emanciparse. Los proletarios varones también deben ser educados en la lucha anticapitalista superando el contraste entre los dos sexos que la sociedad burguesa alimenta sistemáticamente. Los varones proletarios no sufren la doble opresión a la que están sometidas las mujeres proletarias. Han estado acostumbrados a tratar a las mujeres como lo hace la burguesía, están influidos por la cultura machista y patriarcal típica de la burguesía. Pero en la lucha de clase contra la opresión salarial están codo con codo con los obreros que sufren las mismas condiciones de opresión, y es en esta lucha de clase unida y fraternal donde los proletarios encuentran la base para la lucha más general contra la sociedad burguesa y capitalista, como ocurrió en Rusia en octubre de 1917.

La emancipación de la mujer en aquella época, bajo la dictadura proletaria, comenzó con la abolición de todas las leyes que discriminaban a la mujer y, sobre todo, con el inicio de la lucha contra la esclavitud doméstica de la mujer y la prostitución, con la creación de comedores públicos y guarderías públicas, y con la incorporación de la mujer al trabajo productivo. Los pequeños trabajos domésticos humillantes y degradantes constituían las primeras barreras a la emancipación de la mujer que se derribaron: por ahí empezó el poder proletario. Queda mucho camino por recorrer para que llegue la revolución proletaria y comunista, y mucho camino por recorrer en la preparación del proletariado para la lucha de clases. Pero no es posible detener la historia, como no fue posible detener la revolución burguesa que comenzó a mediados del siglo XVII en Inglaterra y llegó hasta finales del siglo XVIII en Francia, y a partir de mediados del siglo XIX en Europa y luego en todo el mundo. Es el propio capitalismo, con sus contradicciones irresolubles, el que allana el camino para la reanudación de la lucha de clases y revolucionaria. La confianza en la historia, para los comunistas, nunca muere, ¡y por eso continuamos tenazmente nuestra lucha!


6-03-2024


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