1 de mayo de 2023
La lucha del proletariado sólo tiene un sentido:
¡defender los intereses inmediatos y futuros exclusivamente de la clase proletaria!
Durante décadas, todos los sindicatos y todos los partidos "obreros" se han dedicado a la colaboración de clases.
Hacia el final de la Segunda Guerra Mundial Imperialista, a los sindicatos reorganizados los llamaron tricolores, como los sindicatos fascistas, porque su característica fundamental era, y es, ser los portavoces de las demandas del capitalismo en las filas de la clase obrera y su función específica era, y es, mediar entre las demandas capitalistas (a nivel empresarial y nacional) y las demandas proletarias inmediatas. Su política era, y es, adaptar las demandas obreras tanto a las necesidades de las empresas individuales como a las demandas nacionales del poder burgués. Para ser eficaz en la aplicación de esta política en un régimen democrático no hay otro sistema -aparte del utilizado por el fascismo, es decir, la destrucción violenta de los sindicatos obreros y su sustitución por el sindicato único fascista- que la colaboración de clases, que consiste en engañar al proletariado -una vez debilitado por la derrota histórica de su lucha revolucionaria y la sustitución de su clasismo por el democratismo- de que la forma de mejorar sus condiciones de existencia y de trabajo es someterse a las exigencias del capital, a nivel empresarial y nacional, tanto en lo económico como en lo político, dialogando con la patronal y su Estado.
Las principales necesidades del capital son conseguir que los trabajadores trabajen de la forma más productiva posible y pagarles lo menos posible por su trabajo. Cada capitalista actúa necesariamente en el mercado, donde encuentra la competencia de otros capitalistas; por lo tanto, persigue esos objetivos para obtener su beneficio y vencer a la competencia, pero para alcanzarlos necesita disponer de la cantidad necesaria de trabajadores a los que explotar y de su adhesión (convencida o forzada) para satisfacer las necesidades de su empresa. Como sabemos, en la sociedad capitalista el asalariado es proletario porque sólo posee su fuerza de trabajo individual, que está obligado a vender a los capitalistas para recibir un salario con el que mantenerse a sí mismo y a su familia; ser proletario no sólo significa carecer de reservas, también significa hacer que la propia vida dependa completamente del trabajo que el capitalista te da o no te da.
Los capitalistas poseen todos los medios de producción en los que emplear la fuerza de trabajo de los obreros, naturalmente según la organización del trabajo más productiva posible, y en virtud de su poder económico y político se apropian de toda la producción de cada ciclo productivo; en la práctica, tienen en sus manos la vida de todos los proletarios de la ciudad y del campo. El poder real de los capitalistas reside precisamente en esta dominación; poder que se ve reforzado por ese órgano político particular que es el Estado y que tiene como función primordial defender los intereses, generales e individuales, de los capitalistas tanto frente a la competencia exterior como frente a la lucha de la clase proletaria.
Todo capitalista tiene que hacer frente tanto a la competencia de otros capitalistas como a la de sus propios proletarios en la medida en que éstos emprenden la lucha para exigir salarios más altos y condiciones de trabajo menos onerosas. La lucha de los trabajadores contra los capitalistas es paralela a la lucha competitiva que cada capitalista, y cada Estado, libra contra las burguesías extranjeras. Pero para que la lucha obrera sea una lucha de clase, debe llevarse a cabo con métodos y medios de clase y por objetivos exclusivamente en defensa de los intereses de la clase proletaria, por tanto métodos, medios y objetivos incompatibles con la paz social, con el diálogo social, con la colaboración entre clases.
En el curso histórico del desarrollo capitalista, la clase proletaria también se ha desarrollado no sólo como masa trabajadora, sino también como clase organizada para defender sus intereses. Por eso los capitalistas, aparte de contar con la evidente protección del Estado, han intentado por todos los medios contrarrestar la fuerza del proletariado organizado, tanto en el plano inmediato, los sindicatos, como en el plano político con sus partidos.
En la sociedad capitalista, la lucha entre clases nunca desaparece; puede alcanzar su máxima expresión en determinadas coyunturas históricas, como en situaciones revolucionarias en las que el proletariado une sus fuerzas al ser dirigido por su partido de clase, o puede permanecer, incluso durante décadas -como es el caso del siglo pasado-, dentro de un contraste social sustancialmente controlado por la burguesía. La burguesía ejerce este control a través de diversas formas: aumentando la competencia entre proletarios, utilizando la represión directa en la fábrica, recurriendo a la represión estatal tanto a través de la justicia como de la policía, sobornando a sindicalistas y políticos, despidiendo a los trabajadores más combativos, deslocalizando, cerrando empresas que ya no son suficientemente "productivas" en relación con el mercado o simplemente porque han quebrado.
Es un hecho constatado que, a partir del final de la Segunda Guerra Mundial, la política de colaboración de clases de los sindicatos reconstituidos tras la fase fascista del sindicato único, y de los partidos autodenominados socialistas y comunistas, ya no fue un hecho episódico o relativo a un sector particular de la producción, sino que se institucionalizó, válida por tanto para todo el sistema económico, previendo así la regulación de todas las relaciones sociales entre la burguesía y el proletariado. Y este buen resultado de la democracia postfascista se lo debe precisamente al fascismo, que fue el primero en introducir la colaboración de clases entre capitalistas y proletarios a través de las sociedades anónimas como única base reconocida para la negociación entre proletarios y capitalistas, tanto en el sector económico del capital privado como en el del capital público.
Por otra parte, el desarrollo del capitalismo en su forma imperialista, con la creación de enormes monopolios, trust y corporaciones multinacionales, con intereses que trascienden las esferas nacionales en las que se ha desarrollado cualquier capitalismo nacional, impuso la necesidad de universalizar el método de negociación entre las empresas y la fuerza de trabajo y de institucionalizarlo mediante leyes estatales que facilitaran y regularan de antemano la administración de la fuerza de trabajo. Y, en efecto, la colaboración de clases institucionalizada ya no es un caso "italiano" o "alemán", sino que concierne a todos los países capitalistas.
La derrota de la causa proletaria -una causa histórica que sólo puede ser revolucionaria y mundial- se debe principalmente a la degeneración de los partidos proletarios y de los sindicatos obreros en los años ´20, que de la defensa exclusiva de los intereses de la clase proletaria, tanto en el terreno político inmediato como en el general, pasaron a la defensa de los intereses de la clase burguesa.
Mientras el capitalismo, en su forma imperialista, ha avanzado centralizando el poder en unos pocos monstruos estatales que representan a las centrales imperialistas mundiales, el proletariado -desde el punto de vista de sus intereses de clase tanto a nivel nacional como mundial- ha retrocedido: ha perdido su poder de clase porque ha abrazado la ilusión pequeñoburguesa de que podría conseguir un sistema social en el que cada clase social, cada estrato social pudiera satisfacer sus necesidades sin pasar por la lucha de clases, es decir, sin emprender el camino de la revolución antiburguesa y, por tanto, anticapitalista. Esta ilusión no cae del cielo, sino que surge de las relaciones sociales que caracterizan a esta sociedad y que están impregnadas de la ideología democrático-burguesa por la que todo individuo nace con los mismos derechos y las mismas oportunidades para crecer y mejorar su situación personal, por la que todos somos ciudadanos responsables ante un Estado que reconoce y representa la soberanía del pueblo, soberanía amparada por unas leyes "iguales para todos". Que todo esto es un castillo de falsedades se demuestra cada día; si no fuera así, no existiría en el mundo un grupo de multimillonarios que acaparan sistemáticamente la mayor parte de la riqueza mundial y miles de millones de proletarios hambrientos, y no existirían las guerras entre facciones burguesas y entre estados burgueses para avasallarse mutuamente con el fin de asegurarse más poder y mejores oportunidades de acaparar territorio económico, negocios y masas proletarias para explotar.
La economía capitalista se basa en una ley fundamental según la cual el capital debe explotar el trabajo asalariado: cuanto más lo explota, más plusvalía obtiene de él y más aumenta el valor del capital invertido. El capital sin trabajo asalariado moriría, sin doblegar a los trabajadores asalariados a las exigencias de su propia valorización (es decir, de su propio aumento) no tendría razón de vivir. Así como la burguesía no puede escapar a esta ley, tampoco puede hacerlo el proletariado. El interés de la burguesía es mantener vivo este sistema, el interés del proletariado es emanciparse de este sistema; los dos intereses chocan permanentemente, no por la voluntad de una u otra clase, sino porque son antagónicos, y lo han sido desde que el modo de producción capitalista se impuso históricamente.
Este antagonismo de clase está siempre presente, incluso cuando el proletariado no lucha: en realidad es la burguesía la que está en lucha permanente tanto contra los restos de los modos de producción anteriores, como contra las burguesías extranjeras y contra el proletariado. En el primer caso representa el progreso económico y social, en el segundo caso representa la lucha de la competencia para aumentar el poder frente a los competidores y, así, fortalecer la conservación del sistema económico capitalista, en el tercer caso representa la reacción social porque la riqueza social producida bajo el capitalismo es el resultado de la explotación del trabajo asalariado que históricamente tiende a emanciparse del capitalismo: "La condición más importante para la existencia y dominación de la clase burguesa es la acumulación de riqueza en manos de particulares, la formación y multiplicación del capital; la condición del capital es el trabajo asalariado". Esto lo sabemos desde 1848, desde el Manifiesto Comunista de Marx-Engels; y la burguesía también lo sabe, como sabe -porque es la historia de las luchas de clases y de las revoluciones proletarias la que también se lo enseña- que con el desarrollo de la gran industria, de la que es vehículo involuntario y pasivo, también se desarrollan las masas proletarias más allá de todas las fronteras "nacionales" y, con ellas, la base de la lucha de clases a escala mundial.
Por lo tanto, la burguesía tiene todo el interés en bloquear, fragmentar, desviar la lucha obrera del terreno de la confrontación antagónica de clases al terreno de la colaboración de clases. La lucha de la burguesía contra el proletariado tiene como objetivo no sólo mantenerlo en la condición de proletariado, cuya vida depende exclusivamente del trabajo asalariado y, por tanto, del capital, sino impedir que se organice independientemente, por sus propios intereses de clase y por objetivos históricos totalmente opuestos a los de la burguesía. Y en esta operación, la burguesía se sirve de la contribución de todas las fuerzas que ha logrado corromper y transformar en fuerzas de conservación: los oportunistas, los colaboracionistas que proceden de las filas del propio proletariado.
La lucha del proletariado contra la burguesía tiene como objetivo no sólo mejorar sus condiciones de existencia y de trabajo en el terreno inmediato, sino emanciparse en general del yugo del trabajo asalariado: de ser una clase para el capital, el proletariado lucha históricamente por convertirse en una clase para sí mismo, para su propia emancipación.
¿De qué debe emanciparse? Del capitalismo, de la burguesía que lo aplasta en condiciones de dependencia absoluta del trabajo asalariado, que ha hecho de él el esclavo moderno. Este es el gran objetivo histórico que el proletariado anunció con sus luchas revolucionarias en Europa en 1848, en 1871 con la Comuna de París, a lo largo de las dos primeras décadas del siglo XX con la lucha contra la guerra, durante y después de la guerra, y, en 1917, con la revolución victoriosa en Rusia y con los intentos revolucionarios de 1919-1920 en Hungría, Alemania y en 1927 en China.
Pero esas luchas han sido derrotadas, la burguesía, a pesar de estar continuamente en guerra entre sus naciones, a pesar de acumular crisis económicas cada vez más agudas y devastadoras en la historia de su dominio, ha vencido, sigue en el poder en todas partes, en todos los países del mundo, industrializados y no industrializados. Parece invencible.
Pero la historia no deja que el calendario de las revoluciones y contrarrevoluciones sea dictado por la voluntad de las burguesías más fuertes: la lucha de clases no fue inventada ni por la burguesía ni por el proletariado. Surge del desarrollo de las fuerzas productivas que chocan con las formas de producción que, en un determinado momento de su desarrollo, ya no pueden contenerlas y limitan su empuje objetivo. Por supuesto, la burguesía ha intentado, intenta e intentará limitar ese desarrollo porque no puede hacer nada para resolver las crisis que periódicamente y cada vez con más fuerza afectan a su sistema económico y social, salvo destruir parcialmente las fuerzas productivas que ella misma ha creado y desarrollado. Pero las destruye para poder renovarlas de nuevo porque su objetivo es siempre valorizar el capital, mecanismo que -si no se detiene- reintroducirá las condiciones generales para nuevas crisis y nuevas destrucciones. Las fuerzas productivas modernas son el capital y el proletariado, el uno trata de limitar su desarrollo, el otro, representando el trabajo humano que es la base de la producción social, se ve impulsado a desarrollarlas cada vez más: su enfrentamiento es inevitable. La solución no la puede aportar la clase burguesa, sólo la puede aportar la clase productora, la clase del proletariado, a través del medio que la historia ha expresado desde la antigüedad: la revolución. Por otra parte, la propia burguesía fue empujada a la revolución para poder dar libre desarrollo a las fuerzas productivas modernas que representaba, derrocando con toda la violencia necesaria las formas de producción feudales y asiáticas. Y desde hace más de ciento cincuenta años lucha contra la revolución que, bajo su dominio, ha tomado la forma del proletariado.
La revolución es un proceso histórico, no un acto, por violento que sea, de un día o de unos años. Y en este proceso histórico, para que desemboque en la revolución, es la lucha obrera la que debe desarrollarse en el terreno de la confrontación de clases, un terreno que al principio es el de la lucha en defensa de los intereses económicos inmediatos, pero que la propia confrontación con la burguesía dominante y su Estado eleva a lucha política general.
Con la degeneración de los partidos comunistas y de la Internacional Comunista en los años ´20, se abrió el camino a la derrota general del movimiento proletario revolucionario. Desde entonces, el proletariado mundial ha retrocedido un siglo entero. Por eso la burguesía parece invencible. Pero la lucha obrera no ha dejado de dar sus señales, aunque esté impregnada de ilusiones democráticas y pacifistas.
Sin remontarnos a la extenuante lucha en el gueto de Varsovia de 1944, a los levantamientos de Berlín de 1953 o de Budapest de 1956, basta con echar un vistazo a la larguísima serie de luchas obreras que han surgido en diversas partes del mundo para darnos cuenta de que el capitalismo no es fuente de prosperidad y paz, sino de desigualdades, explotación, miseria, crisis y guerras, contra las que la clase proletaria no tiene más remedio que luchar, en una lucha que, sin embargo, encuentra en su camino a las fuerzas sindicales y políticas del colaboracionismo interclasista. Y es este colaboracionismo la causa de su impotencia.
En aquellos lejanos años ´50, y en los ´60 y ´70, que sacudieron la paz social en Francia, Italia, y de nuevo en Alemania, y en los ´80 en Gran Bretaña, Polonia y Rusia, las burguesías dominantes utilizaron todos los medios del colaboracionismo tradicional y del nuevo reformismo extraparlamentario y de "extrema izquierda", incluso hasta la lucha amada, para contener la presión de las masas trabajadoras y sabotear sus acciones de protesta y de huelga con el fin de reconducirlas al terreno del diálogo social. Así, hoy, ante un posible futuro estallido de guerra a escala mundial, cuyos primeros signos se vieron a principios de los años ´90 con las guerras de Yugoslavia y hoy, mucho más peligrosamente, con la guerra de Ucrania, toda burguesía dominante ha intensificado su propaganda nacionalista llamando a su proletariado a la cohesión nacional, a la unión sagrada, a la defensa de los valores de la civilización occidental. Nada nuevo bajo el sol: se trata exactamente de la misma propaganda que fue utilizada por la burguesía para regimentar, cada uno, a su proletariado con el fin de enviarlo a ser masacrado en la guerra, a uno y otro lado de los frentes. Un nacionalismo aderezado de vez en cuando con las más diversas "reivindicaciones", pero cuyo objetivo ha sido siempre servir de aglutinante entre los intereses burgueses y proletarios, intereses que en realidad son siempre antagónicos, porque mientras la burguesía gana con las guerras, el proletariado pierde la vida en ellas.
No podemos ocultar que, por mucho que se haya agriado con el paso del tiempo, el nacionalismo sigue teniendo una influencia decisiva sobre las masas proletarias incluso hoy en día. Todos los países se arman para los conflictos próximos y futuros, todos los parlamentos dan luz verde a toda una serie de medidas y leyes para restringir al máximo la tan cacareada libertad de organización, de expresión y de huelga. Y toda fuerza de colaboracionismo de clase, sindicato o partido, se encarga de distraer a las masas proletarias llevándolas al terreno del diálogo social impotente, pidiendo a los poderes burgueses que se apiaden de los trabajadores cada vez más reducidos a una vida de precariedad y miseria.
Y cuando las masas proletarias, como en los últimos meses en Francia, Gran Bretaña, EEUU, Alemania, República Checa, Turquía, Venezuela, China, España, Cuba o Sri Lanka, y en Italia o Irán, salen a la calle para luchar contra el alto coste de la vida, contra las intolerables condiciones sociales, contra el empeoramiento de las condiciones de trabajo, contra el empeoramiento de las reformas de las pensiones, contra los despidos y el paro y por aumentos salariales, entonces hablan los llamados 'sindicatos obreros', exigen que no se invierta más capital en la industria armamentística sino en mano de obra, amenazan con huelgas y manifestaciones que ahora ninguna burguesía teme; mientras que los llamados "partidos obreros" se preocupan de sus tejemanejes de políticos experimentados dispuestos a aprovechar cualquier oportunidad para reforzar o ampliar sus privilegios. Este genio es el primer gran obstáculo que la clase proletaria encuentra en su camino; es la fuerza social que toda burguesía lanza contra ella para debilitarla, distraerla, engañarla, desviar cualquier acción que el proletariado emprenda autónomamente. Este hecho por sí solo deja claro que la burguesía, en realidad, teme que las masas proletarias se vean empujadas a la vía de la lucha de clases, y las teme porque sabe, por experiencia histórica, que la fuerza social del proletariado puede convertirse en una formidable fuerza de choque a condición de que se haga completamente independiente de toda institución y aparato burgueses, a condición de que dé a su lucha el contenido de la defensa exclusiva de los intereses proletarios y de los métodos y medios de la lucha anticapitalista, por tanto de clase.
Los proletarios no tienen que defender una patria que no es la suya y por la que la burguesía los manda a masacrar en las guerras; no tienen que defender la empresa en la que trabajan como esclavos ni la economía nacional que alimenta exclusivamente los intereses capitalistas, como tampoco tienen que luchar contra proletarios de otras nacionalidades ni como inmigrantes ni, mucho menos, como "enemigos de la patria". Los principales enemigos son la burguesía nacional y las burguesías de todos los demás países. Y el único aliado es el proletariado de otros países.
El 1º de mayo, que los burgueses y colaboracionistas de todos los colores han convertido en un "día del trabajo", fue un día de lucha, de lucha anticapitalista, de lucha antiburguesa, y así debe volver a ser si los proletarios quieren quitarse el manto intoxicado de nacionalismo y colaboracionismo y ponerse las armas de su verdadera lucha de clases, la única que abrirá el camino a la revolución contra la sociedad de opresiones, de crisis económicas y sociales devastadoras, de guerras.
¡Lucha en defensa exclusiva de los intereses proletarios y por su organización independiente!
¡Los proletarios no tienen patria! ¡Los proletarios tienen un mundo que ganar!
Partido Comunista Internacional (El Proletario)
25 de abril de 2023