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Para la revolución social, lo determinante es el contexto histórico y mundial, mejor dicho, el carácter del período en que se encuentre el antagonismo de clases, no la conciencia, la voluntad ni la actividad de las organizaciones e individualidades izquierdistas de este y de cualquier otro país. En la historia del antagonismo mundial de clases, sólo existen dos tipos de período: período contrarrevolucionario y período revolucionario. El actual es un período contrarrevolucionario.*
A grosso modo, las características principales de un período contrarrevolucionario son 1) que la burguesía ejerce su dominación de clase en todos los aspectos de la sociedad: desde lo económico hasta lo ideológico, por lo cual se encuentra a la ofensiva o al ataque asimismo en todos los aspectos a fin de mantener tal dominación; y, 2) que el proletariado sólo puede hacer luchas defensivas, reivindicativas o reformistas como clase del trabajo/capital y no como clase revolucionaria. La relación de fuerzas se inclina, pues, a favor de la primera clase, no de la segunda.
Más claro: en un período contrarrevolucionario, la burguesía es fuerte o clase dominante y el proletariado es débil o clase dominada.
Esto no quiere decir que durante un período contrarrevolucionario no existan revueltas e insurrecciones. De hecho, durante el actual período contrarrevolucionario, concretamente en todo lo que va del siglo XXI, ha habido revueltas internacionales que incluso han llegado a amenazar con alterar o invertir la relación de fuerzas entre las clases: en especial, las del 2000, 2008, 2011 y 2019. Pero, todavía no lo han logrado. (Las causas histórico-materiales de la derrota de las revueltas y la vigencia de la contrarrevolución en este siglo son materia para otro artículo.)
El sistema de dominación capitalista, con el Estado a la cabeza, tiene diferentes tentáculos. De los cuales, la socialdemocracia, el reformismo o la izquierda del Capital es uno de los más importantes y fuertes, porque es la contrarrevolución capitalista que se disfraza de rojo y hasta de negro en el seno de los explotados y oprimidos para que sus protestas se vayan democráticamente por las ramas ―luchar contra tal o cual ley, contra tal o cual gobierno, por tal o cual derecho, etc.― y no ataquen las raíces del sistema: la dictadura social del valor en proceso o, en palabras más sencillas, tener que trabajar para pagar y pagar para vivir, gracias a lo cual los ricos y poderosos son lo que son a costa de nuestra clase de esclavos asalariados cada vez más precarios y empobrecidos. Mientras esto no deje de ser así, nada fundamental habrá cambiado.
Por lo tanto, en un período contrarrevolucionario como el actual, todo activismo de izquierda (marchas, plantones, asambleas, acciones simbólicas, etc.) es reformista y ni siquiera le hace cosquillas al Capital y al Estado. El “enfrentar la arremetida burguesa e imperialista”, el “no soltar las calles”, el "fortalecer los procesos de unidad de los sectores populares", la “acumulación de fuerzas”, la “preparación de la ofensiva popular”, etc., que arguyen los militantes de algunas organizaciones locales de izquierda, son razones convincentes pero falsas para buscar reproducir de otra forma el Capital-Estado o el orden democrático-burgués (la "defensa de lo público", los "derechos del pueblo", su soñado "gobierno popular", la "redistribución de la riqueza", etc.) y, por tanto, la contrarrevolución disfrazada de rojo y negro, incluso si tienen buenas intenciones o no están conscientes de ello, e incluso si su discurso y su acción parecen “radicales”.
Ello es así porque el Capital es una relación social impersonal y, por ende, inmensamente más poderosa que las personalidades, voluntades, ideologías y actividades políticas de las organizaciones e individualidades de izquierda. Es más, el Capital subsume o incluye, re-produce y domina en su interior al "pueblo", la clase trabajadora, sus organizaciones de izquierda y sus protestas democráticas.
En este sentido, el activismo de izquierda también es oportunista, porque las organizaciones políticas que están detrás del mismo aprovechan la coyuntura impuesta por la clase dominante como oportunidad para saltar al escenario, propagar su ideología política (el programa socialdemócrata disfrazado de "marxismo" y hasta de "anarquismo"), reclutar más gente y así tener más poder que otras organizaciones políticas. Con lo cual, reproducen la lógica de las mafias o rackets empresariales que compiten entre sí por acumular más capital, poder y territorio, pero “desde abajo y a la izquierda”.
Aunque a veces ya ni siquiera es eso: el activismo de izquierda termina siendo, de manera obsesiva y compulsiva, la acción por la acción para parecer más rebeldes y hasta más “revolucionarios” que otros en redes sociales. Un miserable show de la lucha contra el capitalismo que, irónica y patéticamente, esta misma sociedad del espectáculo termina convirtiendo en mercancía e imagen. Algo que, por cierto, es muy propio de la pequeña burguesía de izquierda: la apariencia, la pose, el figureteo. De tal forma, el activismo de izquierda reproduce la competencia y el espectáculo de la sociedad capitalista contra la que dice estar luchando en las calles.
Muy lejos y al contrario de todo eso, lo único que le golpearía real y mortalmente a la burguesía sería que el proletariado anónimo y autoorganizado expropie y comunice masivamente toda la producción y la distribución, de manera que se produzca sólo para satisfacer directa o gratuitamente las necesidades colectivas. Atacando y destruyendo por la fuerza, al mismo tiempo, el aparato represivo y burocrático del Estado. Todo lo cual, sólo puede ser sostenido por un poder revolucionario de carácter antiestatal e internacional, porque la revolución social es aplastada cuando no se impone sobre la contrarrevolución ni se internacionaliza. En pocas palabras: comunización, insurrección y Comuna mundial.
Si la revuelta mundial del 2019 puso a temblar de miedo a la burguesía mundial es porque fue un punto de quiebre que volvió a abrir la posibilidad histórica de la revolución social. Por eso reaccionó con tanta violencia y sagacidad en todas sus formas y niveles hasta la fecha, a saber: la brutal represión estatal para aplastar las revueltas, el uso contrainsurreccional de la pandemia, la guerra imperialista (en Ucrania y Palestina), el narcoterrorismo, el neofascismo, la derecha "alt-right" y la izquierda posmoderna o el activismo “woke” por igual, las elecciones, etc. Con sólo recordar el 2019, la burguesía mundial vuelve a temblar de miedo. Desde entonces, su estrategia es la contrarrevolución preventiva, porque procura prevenir a toda costa una nueva revuelta mundial que pueda devenir revolución mundial. Mientras tanto, bajo el actual período contrarrevolucionario donde la relación de fuerzas es desfavorable para el proletariado, todo activismo de izquierda es reformista, oportunista y espectacular.
Por todas estas razones de peso, y no por otra cosa, es que los proletarios revolucionarios o los comunistas hoy nos mantenemos distantes del activismo y, en cambio, nos vemos limitados pero, a la vez, dedicados con seriedad y compromiso a la actividad teórica; es decir, a la producción y difusión de teoría revolucionaria para la práctica revolucionaria.
Ahora bien, esta actividad teórica que sostenemos los comunistas no es "intelectualismo" ni “purismo”, como nos suelen “criticar” los activistas de izquierda. Es una forma y un momento del antagonismo de clases y, por tanto, de la práctica revolucionaria. Sí, la teoría en realidad es práctica teórica. En la concepción materialista de la historia y de la praxis humana ―en toda la extensión de ésta última―, práctica teórica significa el proceso de producción de nuevos conocimientos que, al calor del desarrollo de las fuerzas productivas y las luchas sociales, busca no sólo interpretar sino transformar la realidad social. Por consiguiente, la práctica teórica comunista es la producción de teoría crítica y revolucionaria que, estando estrechamente ligada al antagonismo de clases, busca la revolución comunista.
Más precisamente: haciendo uso de las categorías fundamentales de la crítica de la economía política, la práctica teórica comunista hoy es la producción de análisis concretos de las condiciones capitalistas actuales y, sobre todo, de las luchas proletarias concretas para contribuir a la autoclarificación y radicalización de las mismas o, mejor dicho, para contribuir a producir la ruptura revolucionaria en su seno. A partir de lo cual, se puede elaborar la estrategia y las tácticas comunistas para el siglo XXI. He ahí su necesidad y su importancia o, si se prefiere, su razón de ser y su sentido, hoy.
En la misma perspectiva, también se puede afirmar que producir y difundir teoría comunista o mantener y desarrollar las posiciones revolucionarias del proletariado contra el capitalismo, contra la ideología de la clase dominante y, en especial, contra la socialdemocracia en el seno del propio proletariado, así sea de manera muy minoritaria y a contracorriente, es una práctica cuyo objetivo es reapropiarse, proteger y afilar «las armas de la crítica» para cuando el propio capitalismo en crisis y el antagonismo de clases abran una época de revolución social en la que se produzcan situaciones dónde serán masivamente sustituidas por «la crítica de las armas»: la insurrección proletaria mundial por el comunismo.
Efectivamente, en esas situaciones revolucionarias propias de un período revolucionario, la teoría revolucionaria y la conciencia de clase se convierten en fuerzas materiales o armas prácticas en manos de las masas proletarias hartas de serlo que pasan al ataque contra el Capital, el Estado y la sociedad de clases hasta destruirlos y superarlos. Porque «sólo una revolución comunista en masa puede producir una conciencia comunista en masa» (Marx, La ideología alemana). La teoría comunista prevé tal situación revolucionaria y prepara subjetivamente al proletariado para la misma.
En pocas palabras: durante un período contrarrevolucionario como el actual, la práctica teórica comunista no sólo es resistencia comunista, sino actividad de previsión y preparación estratégicas de la revolución comunista.
Obviamente, no serán la teoría y la propaganda revolucionarias las que desencadenen la revolución, sino las condiciones objetivas y subjetivas que el propio capitalismo en crisis y el antagonismo de clases hayan creado para que el proletariado ya no pueda ni quiera vivir como tal y, entonces, sienta la revolución como necesidad humana inmediata a satisfacer. Asimismo, para abolir y superar el Capital, el Estado y la sociedad de clases son necesarias la autoorganización de masas, la solidaridad antagonista y la violencia revolucionaria del proletariado en vías de autoabolición como clase.
Pero, la teoría y la propaganda revolucionarias también son necesarias, incluso imprescindibles en tanto que armas crítico-prácticas de la comunidad de los proletarios revolucionarios, junto con nuestras mejores armas que son la solidaridad y el apoyo mutuo. Porque si algunos proletarios en todo el mundo hoy nos entregamos a la teoría y la propaganda comunistas, es porque estamos hartos de la vida que sufrimos bajo el capitalismo y porque nos impulsa la pasión del comunismo. Como escribió Marx, «la crítica no es una pasión de la cabeza, sino la cabeza de la pasión». Por eso afirmamos que la práctica teórica comunista no sólo es resistencia comunista, sino previsión y preparación estratégicas y apasionadas de la revolución comunista.
Esto no significa que los comunistas debamos "esperar a que se den todas las condiciones para la lucha revolucionaria" y, por ende, que no participemos en las luchas reivindicativas de nuestra clase proletaria durante el período actual. Lo hemos hecho ―sobre todo, en las revueltas de los últimos años, combatiendo en las calles, "donde las papas queman"― y lo haremos en la medida de nuestras limitadas posibilidades. Pero, siempre con este criterio y esta perspectiva, la perspectiva comunista; es decir, develando y señalando las raíces, los límites y las potencias de las luchas proletarias actuales y, en consecuencia, manteniendo y agitando las posiciones revolucionarias del proletariado, sin transigir ni negociar con el Estado burgués y la socialdemocracia de cualquier color. La perspectiva comunista es una perspectiva antagonista.
Es más, los comunistas producimos y difundimos teoría al calor de las luchas concretas y las acompañamos críticamente de esa forma, buscando contribuir a producir la ruptura revolucionaria en su seno, como unos proletarios en lucha más. Porque la teoría comunista no sólo es una forma y un momento del antagonismo de clases, sino también un producto y un factor del mismo. Porque la ruptura revolucionaria es el núcleo de la lucha comunista; su principio organizador y, al mismo tiempo, su método. Y, fundamentalmente, porque las luchas reivindicativas preparan el terreno para la lucha revolucionaria; pero, no de manera gradual, sino mediante la ruptura y el salto con ellas mismas, con sus propios límites.
El límite principal de las luchas del proletariado en la época actual es su propia condición de clase del trabajo/capital. Porque bajo la subsunción real o dominación real del capital, trabajo y capital o proletariado y capital son inseparables. Esta relación de clase hoy está en crisis (altos índices de desempleo, subempleo, informalidad), pero sigue funcionando y sosteniendo la sociedad capitalista de modo catastrófico. Y porque ser proletarios no es un orgullo. Es una condena social e histórica que hay que abolir para ser libres de verdad, mejor dicho, para ser una comunidad real, universal y ricamente diversa de individuos libremente asociados que crean y viven plenamente sus vidas como tales.
Por lo tanto, el núcleo de la comunización o de la revolución comunista en la época actual no es la afirmación y perpetuación del proletariado ―ni siquiera como clase dominante―, sino la autoabolición del proletariado en tanto que clase del trabajo/capital. El proletariado es revolucionario o no es nada. Y sólo es revolucionario cuando lucha por dejar de serlo. De suyo, la autoabolición del proletariado implica la abolición del trabajo ―entendiendo que el trabajo es la alienación y explotación mercantil capitalista de la actividad humana productiva―, del capital y de la burguesía. En suma, el núcleo de la comunización es la abolición de la relación de clase que fundamenta y atraviesa toda la sociedad capitalista, mediante la producción de relaciones comunistas entre los individuos.
Así tengan que pasar varias generaciones hasta lograrlo, las condiciones materiales producidas por el propio capitalismo durante las últimas décadas determinan que la revolución comunista, cuyo corazón es la abolición del trabajo, hoy es más posible que antes en la historia. Por ejemplo, el desarrollo tecnológico actualmente alcanzado, toda vez que haya sido comunizado, permitiría reducir el "trabajo" al mínimo necesario y disponer de tiempo libre para el desarrollo de todas las potencialidades y relaciones humanas.
Por su parte, la historia de las revoluciones de los dos últimos siglos demuestra que los proletarios sí podemos hacer la revolución con cabeza y mano propias, sin necesidad de concientizadores ni salvadores como se creen los partidos leninistas. Y viceversa: también demuestra que, si no lo hacemos de manera autónoma y antiestatal, esos mismos concientizadores y salvadores terminarán siendo la nueva clase dominante disfrazada de rojo, degenerando la revolución proletaria en contrarrevolución leninista.
Esto no significa caer en el espontaneísmo, que quede claro. Autoorganizándonos como comunidad de lucha por la revolución social ―lo que Marx y otros camaradas históricos siempre han llamado Partido Histórico―, los proletarios sí podemos autoemanciparnos en todos los aspectos y producir el comunismo para destruir y superar el capitalismo.
El comunismo no es una utopía, una ideología ni mucho menos ese capitalismo de Estado mal llamado "comunismo" que fue la URSS y sus países satélites. «El comunismo es el movimiento real que anula y supera el estado de cosas actual» (Marx, La ideología alemana) y la nueva sociedad sin clases ni Estado, sin mercado ni fronteras nacionales, que resulta de tal movimiento revolucionario.
El comunismo es esa ruptura y salto revolucionarios que se producen en el seno de las propias luchas proletarias, más aún en un contexto de crisis de la relación de clase como el actual. El comunismo es la ruptura de las condiciones capitalistas de existencia mediante la producción de nuevas relaciones sociales entre los individuos. Relaciones no mercantiles ni jerárquicas. Relaciones basadas en el apoyo mutuo entre iguales y la libertad real, porque se han liberado del valor, la mercancía, la propiedad, el trabajo, la división del trabajo, el capital, el dinero, las clases sociales, el Estado, las nacionalidades, las razas, los géneros, la división entre ciudad y campo, la separación entre humanidad, tecnología y naturaleza, etc.
Por lo tanto, al calor de la profundización y extensión del antagonismo de clases, sólo la producción inmanente e inmediata del comunismo ―sin "período de transición"― puede destruir y dejar atrás el capitalismo. La revolución comunista no admite medias tintas. Porque quien hace revoluciones a medias, cava su propia tumba.
El desafío para los comunistas del siglo XXI, entonces, no es "esperar a que se den todas las condiciones para lucha revolucionaria", sino más bien contribuir producir la ruptura revolucionaria en el seno de las actuales luchas reivindicativas, lejos del activismo y siempre en contra tanto del reformismo como del oportunismo. Lejos también del espontaneísmo, porque, como dijimos anteriormente, para la autoemancipación es necesaria la autoorganización. De hecho, la autoorganización es el primer acto de la revolución. Así pues, el desafío es contribuir a producir la ruptura revolucionaria, de todas las formas posibles, con intransigencia y paciencia al mismo tiempo.
¿Cómo? ¿Con qué estrategia? No sólo produciendo y difundiendo teoría comunista al calor de las luchas concretas, sino también haciendo que la comunidad de lucha contra el capitalismo que se vaya autoorganizando entre proletarios anónimos y hartos de serlo sea la anticipación de la sociedad comunista del futuro en el seno de la sociedad capitalista del presente. Procurando vivir y expandir el comunismo como un micelio, es decir, como una red de hongos en las grietas de la catástrofe capitalista global hasta que sea un nuevo mundo. Produciendo el comunismo al calor de la profundización y extensión del antagonismo de clases para abolir la sociedad de clases. Así tengan que pasar varias generaciones hasta lograrlo, el desafío para los comunistas del siglo XXI es la comunización.
Quito, agosto de 2025
El objetivo del proletariado palestino no es una imposible «patria palestina», sino la lucha de clase que una a los proletarios por encima de las divisiones nacionales
Que el pueblo palestino está destinado a no poder establecerse en su tierra natal, de forma pacífica y reconocida por todos los demás Estados, es algo evidente desde hace décadas. Desde 1948, desde la constitución del Estado de Israel, pero no del Estado de Palestina, este destino era uno de los más probables. La gran mayoría de los palestinos se han convertido en proletarios a su pesar, expropiados progresivamente de sus casas, de sus campos, de su «patria». Desde el punto de vista de la ideología burguesa, se trata de un drama que solo podría resolverse reconociendo a los palestinos un pedazo de tierra donde vivir y constituir su propio Estado independiente. Pero ochenta años después del final de la Segunda Guerra Mundial imperialista, en la que las grandes potencias democráticas nunca consideraron al pueblo palestino digno de tener su propio Estado, su «patria», su clase dominante burguesa como casi todos los demás países; en la que lo engañaron durante décadas con las declaraciones de la ONU sobre el estribillo «dos pueblos, dos Estados», desangrando sus energías en enfrentamientos bélicos en los que los combatientes palestinos eran a su vez engañados también por los países árabes «amigos», que pronto demostraron ser tan enemigos como los sionistas, si no peores; y tras ochenta años de ilusiones y combates, los palestinos se encuentran despojados de todo y de sus propias vidas. Con la complicidad mundial de todos los Estados, empezando por el más democrático y más asesino de pueblos, Estados Unidos, el Estado sionista y burgués-democrático de Israel está llevando a cabo su gran sueño: arrasar a los palestinos, apoderarse de su tierra, esclavizar a quienes han escapado de los bombardeos y garantizar los privilegios sociales, económicos y políticos a la población israelí según los criterios clásicos de discriminación racial y religiosa.
El hecho de que el pueblo palestino sea un pueblo sin patria, y que la mayoría esté constituida por proletarios, podría ser, sin embargo, desde el punto de vista proletario e histórico, un hecho positivo. El proletariado es, por antonomasia, la clase sin patria, incluso cuando la burguesía le propina el estribillo de una patria común: no posee medios de producción, no posee capital y, sobre todo, no es propietario del producto de su trabajo, porque la riqueza que produce pertenece exclusivamente a la clase burguesa dominante, a los capitalistas que defienden esta realidad con el Estado y con sus fuerzas armadas. Los proletarios palestinos, es decir, la mayoría de la población palestina, aunque logran cultivar algo en un pedazo de tierra miserable, dependen totalmente del trabajo para los patrones israelíes o de las «ayudas» internacionales que las diversas potencias imperialistas conceden para salvar la cara humanitaria con la que tratan de encubrir las masacres sistemáticas en Gaza y Cisjordania. Los palestinos no pueden esperar nada mejor de organizaciones políticas y militares como la ANP o Hamás, como antes de los grupos que formaban la OLP, porque estas organizaciones se vendieron desde el principio a burguesías más fuertes que tienen intereses completamente opuestos a los del proletariado palestino, que es utilizado, ahora por una, ahora por otra de las burguesías, con el único fin de obtener para sí mismas algunos privilegios y un mínimo de poder sobre él para someterlo para siempre a la explotación capitalista, extinguiendo su instinto de clase de rebelarse contra toda opresión, contra todo abuso.
El hecho de que recientemente, en la ya de por sí desastrosa situación de Gaza, haya habido manifestaciones contra Hamás para que libere a los rehenes israelíes que aún tiene en su poder, con la esperanza de que esto ponga fin a los bombardeos y la destrucción por parte de Tel Aviv, denota sin duda una fractura en la relativa confianza que Hamás se había ganado en los quince años anteriores, una fractura determinada más por la desesperación que por una oposición consciente y política. Pero en plena guerra, en la que la población de Gaza no puede refugiarse en ningún sitio y se ve obligada por Israel a desplazarse continuamente de norte a sur y viceversa, porque de todos modos es golpeada, bombardeada, asesinada y hambrienta, se acerca el fin de Gaza y de Cisjordania palestinas.
La salida inmediata y en un futuro próximo de este auténtico exterminio programado, por desgracia para los palestinos, no les favorece. O son masacrados o se dejan deportar a algún país que acuerde con Estados Unidos e Israel hacerse cargo de ellos, como se hace con cualquier residuo industrial. Para Israel y su mayor protector, los Estados Unidos de América —no importa si en la Casa Blanca se sientan «demócratas» o «republicanos»—, la Palestina histórica, aunque reducida y fragmentada, dibujada en los viejos mapas geográficos para beneficio de los amantes de la historia antigua, tarde o temprano tendrá que cambiar de nombre; los sionistas ya lo acuñaron hace más de un siglo: Gran Israel. Recordemos, de paso, que la historia siempre la han escrito los vencedores de las guerras, que se han encargado de cambiar los nombres de los países, las montañas, los ríos, los mares y, por supuesto, las ciudades, decretando también formalmente la modificación o la cancelación de un pasado. Los pueblos indígenas sometidos al dominio de los vencedores sufrieron también la lacerada de su identidad, sus tradiciones y su pasado antiguo; a veces se mantuvieron las antiguas denominaciones, a veces se mezclaron con las nuevas lenguas, pero en la mayoría de los casos desaparecieron bajo la apisonadora de las nuevas formas de producción y las nuevas clases dominantes.
El reciente episodio relacionado con el nuevo nombre que Trump quiere dar al Golfo de México es revelador. El Golfo de México, cuyo nombre deriva de la decisión de los navegantes y colonizadores europeos que descubrieron «el nuevo mundo» (llamado América en honor al navegante y explorador Americo Vespucci), debería pasar a llamarse, por voluntad de Trump, Golfo de América, en honor a la «nueva edad de oro para los Estados Unidos» de Trump, tal y como Trump lo rebautizó oficialmente el pasado 25 de enero. Una oficialidad válida por el momento solo para EE. UU.; habrá que ver cuánto tiempo pasa hasta que los dos organismos internacionales competentes en materia de nombres de masas de agua del planeta (la Organización Hidrográfica Internacional, OHI, y el Grupo de Expertos en Nombres Geográficos de las Naciones Unidas, GENUNG) aprueben este cambio de nombre, haciéndolo oficial para el derecho internacional y uniformizando los documentos náuticos y las denominaciones geográficas válidas en todo el mundo. Pero, más allá de las cuestiones legales y oficiales, queda el acto imperialista por parte de EE. UU. con el que Trump pretende cambiar la historia y la identidad, en este caso de un golfo que desde 1540 se ha llamado Golfo de México, anteriormente conocido como «Golfo de Nueva España» en honor al descubrimiento del «nuevo mundo» por parte de la corona española. Naturalmente, el Gobierno mexicano no está de acuerdo con el cambio de nombre del golfo, y no solo porque lleva casi cinco siglos con ese nombre, sino también porque la mayor parte de las aguas del golfo, es decir, 829 000 km², corresponden a la zona económica exclusiva de México, y los 662 000 km² restantes corresponden a la zona económica exclusiva de los Estados Unidos (1).
Entre Estados Unidos y México no hay guerra, salvo a nivel comercial, como la hay entre Israel y Hamás y todo el pueblo palestino. Pero hay otra cuestión que enfrenta a Estados Unidos con México: la inmigración clandestina, no solo de mexicanos, sino de personas que huyen de todos los países de América Latina por razones económicas, políticas y sociales, y que, atravesando México, intentan entrar en Estados Unidos. Por lo tanto, Trump puede seguir llamando al Golfo de México con el nuevo nombre de Golfo de América, sabiendo que esto solo es válido para la Casa Blanca y sabiendo que lo que más le importa es someter a México a los intereses de la economía de los Estados Unidos, para lo cual, al no haber sido suficientes los acuerdos existentes hasta ahora entre los dos países, ha desatado contra él la presión de los aranceles. En realidad, que el Golfo siga siendo reconocido como Golfo de México o sea sustituido por la denominación Golfo de América, poco cambiará en lo fundamental entre Estados Unidos y México: las grandes empresas estadounidenses, especialmente las del sector automovilístico y tecnológico, seguirán explotando la mano de obra mexicana en las empresas ubicadas en México, donde los costes laborales son muy inferiores a los de EE. UU., aprovechando al mismo tiempo la distancia mucho menor para el transporte de mercancías entre México y EE. UU. que la que existe con el sudeste asiático o con China.
En el caso de Israel y los palestinos, la situación es completamente diferente. Aquí no hay masas proletarias y desheredadas que se desplazan de «su» país para construir un nuevo futuro en otro país económicamente más fuerte y socialmente «menos» represivo que el país del que huyen. Los palestinos pretendían, y pretenden, seguir viviendo y desarrollándose en su tierra y, en los años veinte y treinta del siglo pasado, se rebelaron contra una importante inmigración judía impulsada y apoyada por Inglaterra, que tenía el mandato imperialista de controlar, tras ganar la Primera Guerra Mundial y el colapso del Imperio Otomano, una parte de los países de Oriente Medio, entre ellos Palestina. Pero desde el principio, el imperialismo británico obstaculizó el movimiento de autodeterminación palestino y utilizó contra él la inmigración judía, que, en cualquier caso, tenía orígenes históricos en esa tierra. La situación de los palestinos cambió muy poco con la Segunda Guerra Mundial imperialista y con su fin; es más, con la constitución del Estado de Israel, empeoró cada vez más. Los acontecimientos históricos han demostrado que la burguesía palestina no ha sido capaz de transformar su lucha por la autodeterminación en una verdadera revolución nacional, para la cual, sin embargo, ha arrastrado consigo a las masas campesinas pobres y al proletariado palestino, pero el hecho de haber confiado el éxito de su lucha nacional al apoyo de las burguesías de otros países árabes y a los potentados imperialistas ha decretado su completo fracaso.
En el mapa del territorio que antes se llamaba Palestina, las fronteras entre el Estado de Israel y los territorios habitados por los palestinos han cambiado continuamente a causa de las múltiples guerras que Israel ha librado contra los Estados árabes y contra los palestinos, lo que ha hecho imposible definir un territorio unitario en el que una revolución nacional palestina pudiera erigir su propio Estado. No solo en las últimas décadas Israel ha instado y protegido a sus colonos para que se apoderaran gradualmente y por la fuerza de parcelas de tierra, sobre todo en Cisjordania, con el fin de impedir sistemáticamente la conformación unitaria de un territorio exclusivamente palestino, transformando Cisjordania, llamada West Bank o Territorios Ocupados, en una especie de gruyere lleno de colonias israelíes, sino que en los últimos días ha llegado la noticia de la reactivación, por parte del Gobierno de Netanyahu, del antiguo proyecto israelí E1, es decir, el corredor colonizado que conectará la Jerusalén ocupada con Ma'ale Adumin (desde hace 50 años la mayor colonia israelí fortificada en Cisjordania) y desde allí al valle del Jordán. El proyecto, compartido por todos los gobiernos israelíes de los últimos cuarenta años, prevé la construcción de 3.412 viviendas para los colonos; dicho corredor se construirá íntegramente en territorio palestino, del que serán expulsadas por la fuerza las diversas pequeñas comunidades palestinas que lo habitan y cultivan. Así, Jerusalén quedará completamente aislada del resto de Cisjordania, que, con este corredor, quedará dividida en dos: al norte quedarán Jenin y Nablus, y al sur, Belén y Hebrón. Bezalel Smotrich, ministro de Finanzas israelí y representante de la ultraderecha nacionalista, alardeando del apoyo de Netanyahu y Trump, ha declarado que este proyecto «entierra la idea de un Estado palestino».
La Unión Europea, que tendría interés en pacificar toda la zona para desarrollar al máximo su comercio y sus negocios con todos los países de la región, sigue ondeando la bandera de «dos pueblos, dos Estados», cuando sabe perfectamente que ni la UE ni Estados Unidos impondrán a Israel la constitución del Estado de Palestina, ya que tal imposición, dada la total desavenencia israelí, solo podría llevarse a cabo mediante un acto de fuerza militar; la UE y los Estados Unidos están a mil millas de hacer la guerra a Israel, ya que, por el contrario, lo están apoyando financiera, diplomática, política y comercialmente, como lo demuestra plenamente el fructífero comercio de armas y de las tecnologías militares más avanzadas. Su verdadero objetivo en estas décadas de masacres de palestinos es uno solo: borrar el futuro independiente del pueblo palestino, convertirlo en esclavo de los intereses capitalistas e imperialistas que se entrelazan en Oriente Medio, eliminar cualquier posibilidad de que la radicalización de los grupos palestinos, generada por las continuas masacres y el actual exterminio, encuentre una salida organizada para contrarrestar, incluso con la lucha armada, la tremenda opresión a la que están sometidos los palestinos generada por las continuas masacres y el actual exterminio puedan encontrar una salida organizada para contrarrestar, incluso con la lucha armada, la tremenda opresión a la que están sometidos los palestinos. Pero la operación militar especial que Israel lleva 23 meses llevando a cabo contra la población de Gaza no se limita a los bombardeos, a los desplazamientos continuos de palestinos de una zona a otra de la Franja y viceversa; a esto se ha añadido una limpieza étnica mediante el hambre sistemático de las masas palestinas ya moribundas, el hacinamiento de cientos de personas en los escasos centros de la GHF, donde se distribuye muy poca comida y donde los palestinos son blanco de los disparos de los soldados y mercenarios, el bloqueo de los camiones que transportan agua, alimentos, ropa, medicamentos, etc. y la destrucción de todas las casas, de todos los refugios: la desnutrición se ha convertido en el arma adicional para acabar no solo con la vida inmediata de los palestinos, sino también con la posibilidad de vida de las generaciones futuras, ya que la desnutrición, llevada más allá de los niveles de los campos de concentración nazis, tiene consecuencias no solo para las madres de hoy, sino también para sus hijos y los hijos de sus hijos. El ataque a la capital, Gaza City, donde se concentran más de un millón de palestinos, parece ser la última etapa de la ocupación israelí de la Franja; con la caída de Gaza City, reducida también a un montón de escombros, los palestinos pierden también la última esperanza de poder imaginar un final menos horrible que el que están viviendo hasta ahora.
De todo esto no solo es responsable la clase dominante burguesa israelí, sino también la clase burguesa dominante, sobre todo de los países de Europa y América, mientras que Rusia, China, India y su asociación denominada BRICS demuestran no estar interesadas en un exterminio del que es testigo el mundo entero. Cuando el canciller alemán Merz declaró hace tiempo que agradecía a los israelíes por hacer el trabajo sucio que los europeos no podían permitirse hacer, no hizo más que expresar el pensamiento de todas las burguesías del mundo, es decir, aprovechar a los carniceros israelíes que no solo hacen todo lo posible por aniquilar el «terrorismo palestino», hoy identificado con Hamás, sino que lo hacen con métodos particularmente crueles y brutales —algunos líderes europeos declararon ante las cámaras que masacrar a decenas de miles de civiles, en su mayoría mujeres y niños, era «demasiado», «inaceptable», salvo seguir armando hasta los dientes al ejército de Tel Aviv y continuar colaborando a través de sus universidades y organismos científicos con las universidades y los institutos de investigación israelíes—. «era demasiado», «era inaceptable», salvo seguir armando hasta los dientes al ejército de Tel Aviv y seguir colaborando a través de sus universidades y organismos científicos con las universidades y organismos científicos israelíes, para erradicar de Palestina a toda la población palestina culpable de generar continuamente masas de «terroristas».
¿Qué mejor que combatir el «terrorismo palestino», que renace de sus cenizas cada década bajo otras siglas, con un terrorismo poderosamente superior, con un terrorismo llevado a cabo por el Estado israelí, a su vez sostenido y apoyado en todos los planos por el imperialismo terrorista más poderoso del mundo, el estadounidense?
Hasta ahora, la clase burguesa, no sólo israelí o estadounidense, sino de todos los países, ha demostrado y sigue demostrando con hechos que defiende sus privilegios, su poder, su sistema de explotación del trabajo asalariado, con todos los medios, y cada vez más con medios militares y terroristas. La clase burguesa sabe por experiencia que el peligro más grave que puede correr no es el de una guerra entre Estados imperialistas, ni siquiera el de una guerra atómica, porque incluso de una guerra atómica sacaría beneficios y ganancias, sin importarle cuántos cientos de miles o millones de seres humanos serían masacrados. La superdemocrática América no lo pensó dos veces antes de enviar, el 6 y el 9 de agosto de 1945, sus bombarderos con bombas atómicas sobre los cielos de Hiroshima y Nagasaki, como la superdemocrática Inglaterra no lo pensó dos veces antes de enviar su mortífera escuadrilla de bombarderos a Dresde entre el 13 y el 15 de febrero de 1945 para arrasarla con bombas explosivas e incendiarias (de fósforo). El odio que la clase burguesa es capaz de acumular hacia las clases burguesas enemigas no tiene límites, pero, una vez terminada la guerra, las respectivas burguesías «hacen las paces» y vuelven a hacer negocios juntas, a la espera de las siguientes crisis que las llevarán de nuevo a la guerra.
El odio que cada clase burguesa siente, en cambio, hacia el proletariado, hacia las masas de cuya explotación extorsiona plusvalía y, por lo tanto, beneficios, es un odio histórico, un odio profundo, un odio natural, de clase, que se basa en dos factores sociales decisivos, el primero de carácter inmediato y el segundo de carácter histórico: el primer factor es el hecho de que, para obtener más beneficios del capital invertido, los capitalistas deben explotar al máximo la fuerza de trabajo asalariada, llevando esta explotación a condiciones de fatiga y peligro para la propia vida de los proletarios, a límites que se superan continuamente, lo que explica por qué cuanto más riqueza se acumula en manos de los capitalistas, más aumenta el empobrecimiento y el empeoramiento de las condiciones de vida del proletariado; el segundo factor se refiere a la lucha de clases que el proletariado, en determinadas situaciones históricas, ha desarrollado hasta la revolución antiburguesa y, por lo tanto, anticapitalista, demostrando que no solo el poder político puede utilizarse en favor de las necesidades vitales y la emancipación de la mayoría de la población en todos los países del mundo, sino que ese poder político —que los comunistas llamamos dictadura del proletariado — es el único capaz de transformar la economía capitalista, en la que se basa la sociedad burguesa, en economía socialista, haciendo que toda la sociedad dé el salto cualitativo histórico de la división en clases antagónicas a una sociedad sin clases, una sociedad de especies, en la que el fin de la producción no es el beneficio capitalista, sino la satisfacción de las necesidades de la vida social de todos los seres humanos. Pues bien, las revoluciones de 1848 en Europa, la Comuna de París de 1871 (la primera experiencia concreta de dictadura del proletariado), el Octubre ruso de 1917 y la posterior formación de la Internacional Comunista, a la que todos los proletarios del mundo miraban como faro de la revolución proletaria mundial, son la demostración de que la lucha de clases del proletariado está proyectada históricamente para revolucionar todo el mundo capitalista y burgués. ¿Qué perdería la clase burguesa con la victoria de la revolución proletaria? El poder político, sin duda, y con él el Estado que centraliza su fuerza militar para defender sus intereses de clase; pero no solo eso, perdería su existencia como clase dominante, como clase que se apropia de toda la riqueza social producida por el trabajo del proletariado: en dos palabras, desaparecería de la faz de la tierra. El espectro del comunismo que rondaba por la Europa de 1848, como recordaba el Manifiesto del Partido Comunista de Marx y Engels, no ha desaparecido. La contrarrevolución burguesa, que se reforzó con la llegada del estalinismo en los años veinte del siglo pasado, ha logrado hasta ahora una continuidad del poder político burgués y antiproletario durante cien años. Esto da a la burguesía de todo el mundo la impresión de ser Invencibles, capaces de ejercer su poder con toda la ferocidad de la que son capaces, masacrando a millones de poblaciones indefensas y destruyendo el medio ambiente con su desastroso sistema económico con el único fin de acumular beneficios y capital. Pero, desde el punto de vista histórico, es una impresión que han tenido todas las clases dominantes en las diferentes épocas, desde la esclavista hasta la feudal, y que la clase burguesa capitalista no ha hecho más que heredar. Lo que les sorprenderá y volverá a sembrar el terror en sus círculos de poder, más o menos públicos, más o menos ocultos, será una vez más el renacimiento del movimiento proletario revolucionario, un movimiento que no nace por casualidad ni por la voluntad de algún «líder» visionario, sino del sustrato económico del propio modo de producción capitalista, en el que se genera el antagonismo entre los intereses generales de la burguesía y los intereses generales del proletariado, y no en «un solo país», sino en todos los países del mundo, aunque con diferente fuerza y en diferentes momentos. El hecho histórico es que la propia burguesía utiliza sistemáticamente su antagonismo de clase contra el proletariado en todos los países del mundo, lo que no le impide buscar métodos de gestión del poder que le permitan atraer a su campo de intereses también a parte o gran parte de las masas proletarias cuando estas, después de haber sufrido la derrota más dura y duradera en el terreno de la lucha revolucionaria, han permanecido durante mucho tiempo sin dirección política de clase, sin organizaciones de defensa económica de clase. La derrota del proletariado que el estalinismo, y sus ramificaciones posteriores adaptadas a las tradiciones históricas y sociales de los distintos países, infligieron a nivel mundial, regalaron a la conservación burguesa y capitalista décadas de vida, a pesar de que el desarrollo capitalista se enfrentaba, como había previsto el marxismo desde sus primeros pasos, a crisis económicas, financieras, sociales y bélicas cada vez más graves y profundas.
La ferocidad con la que la burguesía israelí —hoy en día llevada a cabo por sus fracciones de extrema derecha en lugar de por las de «izquierda», que la llevaron a cabo en épocas anteriores— se lanza contra la población palestina con el pretexto del «terrorismo» de Hamás, no es más que un ejemplo más de cómo la clase dominante burguesa, ante crisis económicas y sociales cada vez más agudas, y ante el temor del renacimiento del movimiento proletario de clase, reacciona preventivamente en un intento de sofocar cualquier pequeño germen de reacción clasista contenido en las condiciones de vida cada vez peores de las masas proletarias y proletarizadas palestinas. No sea que su reacción a la opresión mortal a la que están sometidas desde hace más de cien años por parte del terrorismo de Estado de Israel, y a la que responden episódicamente con las armas clásicas de los oprimidos: el terrorismo individual, contagie a las masas proletarias de otros países árabes, o incluso al proletariado israelí, hasta ahora unido en la defensa de los intereses específicos de su burguesía, que lo ha atraído a su campo de defensa a golpe de privilegios económicos y sociales que perduran en el tiempo gracias al apoyo de los Estados Unidos, interesados en que el Estado de Israel no sólo se fortalezca, sino que represente una amenaza seria y superarmada para todos los países de Oriente Medio y el norte de África en caso de que alguno de sus gobiernos pretenda aliarse con las potencias imperialistas adversarias de Washington. El 20 de agosto, Trump hizo una declaración sobre Netanyahu en la que expresó el verdadero sentimiento del imperialismo estadounidense: Netanyahu es un buen hombre, un héroe de guerra, ¡es como yo! Naturalmente, el exterminio de la población civil de Gaza con el fin de apoderarse de la tierra en la que vive desde hace siglos para explotarla de la manera más adecuada para los negocios israelíes y estadounidenses, se convierte en el medio necesario para cerrar una etapa importante de la solución imperialista de la «cuestión palestina». A continuación, Cisjordania...
Mientras Trump se hace el «grande» con respecto a la guerra en Ucrania, en connivencia con su digno compañero Putin, en el plan general de hacer que sus aliados europeos desempeñen el papel de belicistas con la ilusión de doblegar a Rusia a sus condiciones «de paz» mientras él aspira al Nobel de la Paz, se toma la libertad de regocijarse con las iniciativas militares exterminadoras de Israel que, además, está utilizando la represión militar de Gaza y, próximamente, de Cisjordania, como campo de entrenamiento en vivo de qué medios, qué estrategias y qué tiempos utilizar para ocupar todo un territorio y destruir toda resistencia. Los gobiernos imperialistas, las grandes empresas de armamento y de las tecnologías más sofisticadas dan las gracias, mientras hacen negocios a costa de millones de seres humanos.
Todo esto no desaparecerá con un golpe de mano, no desaparecerá gracias a peticiones y manifestaciones humanitarias, no desaparecerá gracias a las «distanciamientos» de este o aquel gobierno mientras todo sigue exactamente igual. Será la lucha de clases, la lucha que el proletariado deberá finalmente abrazar como su única y decisiva lucha contra toda opresión, toda represión, toda guerra burguesa: la lucha que no tiene como objetivo un acuerdo entre potencias imperialistas, ni una tregua más o menos larga a la espera de que se reanuden la destrucción y la represión, sino la unidad de clase entre los proletarios para que su lucha estimule la solidaridad de clase de los proletarios de otros países, especialmente de los países imperialistas. Grande es la responsabilidad de los proletarios de los países imperialistas y, en este caso, de los proletarios israelíes: un pueblo que oprime a otro pueblo nunca será un pueblo libre, afirmaba Marx. Pero la libertad de la que habla el marxismo no tiene nada que ver con la libertad burguesa, porque esta última se reduce a la libertad de explotar a las masas proletarias del mundo y a los pueblos más débiles del mundo, la libertad de destruir y matar a millones de seres humanos con el único fin de mantener en pie el sistema económico y político del capitalismo.
Los proletarios volverán a recuperar su «espacio vital», que no es otra cosa que el terreno de la lucha de clases, el único en el que todos los proletarios del mundo pueden reconocerse como fuerza social y revolucionaria, una fuerza, esta sí, invencible, porque la historia está de su parte, aunque hoy no se vea, concretamente, una recuperación, ni siquiera mínima, de la lucha de clases. Ante la guerra imperialista mundial que están preparando las burguesías de los grandes países del mundo, el proletariado, si no quiere doblegarse y convertirse en carne de cañón, deberá reaccionar preparando su guerra de clases. Los comunistas revolucionarios, por pocos que sean y por estar presentes solo en algunos países, trabajan hoy por ese mañana.
21 de agosto de 2025
Partido Comunista Internacional
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